Incredulidad
Cuando el Domingo de Ramos me dijeron que el presidente Zapatero pensaba nombrar ministros y vicepresidentes a Salgado, Chaves y Blanco reaccioné con absoluta incredulidad. Imposible. No puede ser. Y está sensación me siguió embargando todavía durante 40 horas más, a pesar de que casi todas las fuentes confirmaban la veracidad de la filtración. ¿Será posible? No me lo puedo creer. Sólo que, esta vez, mi incredulidad ya no se refería tanto a los hechos, que pronto pasaron a ser ciertos, como a las razones políticas que los causaban, pues me seguía pareciendo inexplicable que Zapatero hubiera optado por semejantes nombramientos. Y tuvieron que pasar un par de días aún para que, por fin, empezase a hacerme una composición de lugar, pasando a comprender lo que me sigue pareciendo increíble.
Con la llegada de la crisis, a Zapatero se le abrió la oportunidad de emanciparse de Solbes
Empecemos por el nombramiento de la vicepresidenta económica. Se esperaba que Zapatero eligiese a alguien como Almunia, dotado de suficiente credibilidad en el exigente mundo de las finanzas. Y si no quería que le hiciesen sombra, tenía que buscar a un experto más joven pero ya entrenado en el ejercicio de la actividad financiera. Alguien como Geithner, digamos: el flamante secretario del Tesoro nombrado por Obama. Bueno, pues no. Al final, la elegida ha sido Elena Salgado: alguien que sí sabe inglés pero que no sabe banqués (según la gráfica expresión de un viejo y querido amigo). Es decir, alguien que, por impecable que sea su trayectoria administrativa, profesional y ejecutiva, carece de acceso inmediato al cerrado mundo de las finanzas, por lo que le resultará bastante difícil ganarse la confianza y el respeto de los mercados nacionales y globales. Unos mercados a los que les costará mucho llegar a creer en Elena Salgado.
Por ello, sólo comprendí las razones ocultas de su nombramiento el miércoles pasado, cuando, en su despedida, Solbes demostró estar quemado con el presidente Zapatero. Y es que, hasta hace muy poco, el Gobierno español presentaba una clara bicefalia entre el vicepresidente Solbes, que dirigía la política económica con gran autonomía, y el presidente Zapatero, que se encargaba de todo lo demás con evidente presidencialismo. Durante toda esa época, la actitud de Solbes con Zapatero era de un manifiesto paternalismo tutelar, haciendo ver con cierta condescendencia que, en realidad, quien mandaba en las cuentas del reino era él. Y obligado por las circunstancias de su acceso al poder, Zapatero tuvo que resignarse a soportar durante la primera legislatura la tutela paternalista de su vicepresidente económico.
Pero con la llegada de la crisis, a Zapatero se le abrió la oportunidad de emanciparse de Solbes. Así lo escenificó ya desde el 15 de noviembre en la reunión del G-20 en Washington, y sobre todo tras la última reunión del 3 de abril pasado en Londres del ahora G-22, donde Zapatero tuvo un protagonismo mayor como mediador entre el eje francoalemán y el eje anglosajón. Esto, junto con su posterior entrevista estelar con Obama, supuso para Zapatero su puesta de largo como estadista todoterreno a escala mundial. Y desde ese momento decidió asumir para sí la dirección de la política económica, acabando para siempre con la bicefalia anterior y adoptando el modelo Sarkozy de presidencialismo omnipotente que monopoliza todos los poderes.
Por eso, no podía nombrar como vicepresidente a otro Solbes como Almunia, y en su lugar optó por nombrar delegada suya a una sosias española de Christine Legarde, la superministra económica de Sarkozy cuya trayectoria política (y no sólo su apellido) tanto recuerda a la de Elena Salgado. Pero lo que sirve tan bien para la estrategia presidencial de Zapatero no es en absoluto seguro que sirva también para la estrategia de gobierno que precisa la economía española, colocada por la crisis en situación de coma profundo. Convendría que la flamante vicepresidenta gozase de credibilidad suficiente para influir sobre los mercados con capacidad de iniciativa, fuerte liderazgo y plena autoridad moral, lo que, hoy por hoy, no tiene garantizado.
Y la misma incredulidad que provoca el nombramiento de Salgado puede aplicarse a Chaves y Blanco. Limitándome a aquél, se dice que se le nombra para coordinar el necesario acuerdo interterritorial de financiación autonómica. Pero al haber ocupado durante tanto tiempo la jefatura del frente meridional, enfrentado tanto al eje mediterráneo como al noroccidental, cabe pensar que Chaves está demasiado contaminado (como se dice en jerga jurídica) para ejercer esa función arbitral. ¿Quién podría creer en su apariencia de imparcialidad?
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