Buen rollito de primavera
Quizá se deba al auge económico que vive su país, o a una indisimulada euforia por haber organizado unos Juegos Olímpicos; el caso es que la comunidad china es cada vez más visible en Barcelona. Primero fueron los restaurantes de cocina cantonesa. Después, la ocupación -pacífica- de la calle de Trafalgar y sus aledaños, convertida en un pequeño Chinatown. Es decir, nada que no hayan hecho todas las comunidades de emigrantes en cualquier lugar del planeta y en cualquier momento de la historia. Lo que ya no es tan común es la tendencia que, en los últimos años, ha cambiado la fisonomía de muchos bares de barrio de la ciudad.
Como si se tratase de un clon del cocinero karateca de la película Tapas, muchos establecimientos han permutado a un dueño nativo por una nueva dirección enteramente oriental. La novedad radica en que -a diferencia de otras épocas, cuando el cambio de propietario significaba el cambio de la carta-, estos nuevos emprendedores se atreven con el jamón, la tortilla de patatas y la paella tres delicias; conservando en muchos casos una clientela que, de otra manera, lo tendría muy difícil para encontrarse.
Hace poco entré en un bar de la calle de la Bòria. En sus buenos tiempos había sido un pequeño enclave juvenil, donde ponían bocadillos de considerables dimensiones a precios más que asequibles. El local estaba intacto a cómo lo recordaba; los mismos carteles, los mismos calendarios e idénticos boquerones en el aparador. Al fondo, media docena de jubilados -con un cortado o una caña perpetuos- seguían jugando al dominó. Pero, tras el mostrador, junto a la máquina registradora, un gato dorado que movía la patita me hizo sospechar. Al cabo de un rato, de la cocina salió un camarero de ojos rasgados, que con toda diligencia me preparó un bocadillo de atún, anchoas y aceitunas; igualito, igualito a los que me comía cuando el antiguo dueño era gallego. Podría pensarse que, gracias a una nueva generación de hosteleros chinos, nuestros mayores pueden seguir jugando a la brisca, tomándose sus carajillos y metiéndose -gaznate abajo- un menú racial y cañí. Algo así como la invasión sutil de la que hablaba Pere Calders, pero en serio.
En consecuencia, este fenómeno se ha visto compensado por la tímida aparición de locales inversos. Me explico: restaurantes de comida exótica con clara vocación vernácula. Lugares tan elegantes como el Out of China de la calle de Muntaner, que se atreve con la herejía de ponerle queso a los tallarines, o de servir deliciosos raviolis de foie o de bacalao con puerros. O tan informales como el Udon de la calle de Tallers -especializado en fideos japoneses-, donde pueden probarse sugerencias tan castizas como un "Udon verbenero", un "Soba me más", un "Ramen a nena" o un "Curry ke tepillo". Hay que precisar -para pillar la profundidad del chiste- que udon, soba y ramen son los tres tipos de pasta de la cocina nipona.
Esta pequeña cadena -con otros tres establecimientos en Princesa, Consell de Cent y la Illa Diagonal- ofrece comida económica, rápida y desenfadada, siguiendo la estela de lo que ellos llaman casual food y de los noodle bar. Hay que precisar -para pillar la profundidad del concepto- que tras la palabra noodle (fideo, en inglés), parece haber toda una filosofía de ocio, desenfadada y chispeante (feng shui incluido). En fin, maneras más raras he visto en la mili de llamarle a los macarrones. Aunque no se les puede negar el sentido del humor -tan indígena y cupletero- en su forma de rebautizar las viejas recetas del imperio del Sol naciente. ¿Acaso no es esto lo que llama el presidente "encuentro de civilizaciones"?
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