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ESCALERA INTERIOR
Columna
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Un sainete verdadero

Almudena Grandes

La mujer de la anafilaxia llegó a la consulta unos segundos antes de que el reloj del pasillo marcara las ocho y media de la mañana. La sala de espera estaba prácticamente vacía, aunque la mujer de la urticaria ya había empezado a leer el periódico en su silla de siempre. Al pasar a su lado, levantó la cabeza, miró a la recién llegada e insinuó una sonrisa, a modo de saludo, que fue puntualmente correspondida. Cada una de las dos conocía el nombre de la otra, a fuerza de oírselo repetir a las enfermeras desde hacía más de una semana, pero como las dos formaban parte del grupo de los pacientes que leían, y no de los que hablaban, preferían saludarse sin palabras.

-Buenos días, ¿cómo estás? -la enfermera de turno saludó a la mujer de la anafilaxia, consultó su ficha, le dio media pastilla blanca y un vaso de plástico-. Hala, ya puedes irte a leer. Vuelve dentro de una hora, a no ser que te notes algo antes.

"Cuando subió otra vez, la sala de espera estaba de bote en bote"

Al salir, la mujer de la anafilaxia saludó al chico con intolerancias alimentarias, hola, hola. Él era el tercer veterano de la sala, que a las nueve menos veinticinco seguía estando casi desierta, pero nunca leía, ni el periódico, como la mujer de la urticaria, ni una novela, como la paciente con la que se acababa de cruzar. El chico intolerante a su pesar solía quedarse de pie, apoyado en un pilar, con cara de estar pensando en sus cosas, hasta que se cansaba. A partir de entonces se dedicaba a pasear.

A las nueve y media, la mujer que leía novelas levantó la vista y comprobó que seguía habiendo muy pocas sillas ocupadas. Entre ellas no se contaba la de la lectora de periódicos, que se había acercado a la consulta de la enfermera, para informarle de que ya había pasado una hora, pero se encontraba bien. La lectora de libros siguió el mismo camino y obtuvo el mismo resultado, otra dosis de algún medicamento inidentificable, otro vaso de plástico y otra cita para una hora después. Al salir volvió a encontrarse en la puerta con el chico incompatible con los lácteos, y después de un rato cada uno de los tres estaba en su sitio habitual, mientras la sala de espera se iba llenando de gente ruidosa y tardona, porque a todos les habían citado a las ocho y media.

La mujer que leía novelas mientras los médicos intentaban averiguar a qué antibióticos se había hecho resistente y a cuáles no, contaba con que la segunda dosis sería la última de aquella mañana, porque en las dos semanas que llevaba haciéndose pruebas siempre había sido así.

-Bueno, pues con esto hemos terminado -le dijo la enfermera, sin embargo.

-¡Qué bien! -ella se puso muy contenta-. Pues ya me diréis cuándo tengo que volver…

-No, no va a hacer falta que vuelvas. Espérate por aquí una hora o quizá un poco más. La doctora ha dicho que va a intentar darte el informe y así ya nos pierdes de vista para una temporada.

-Pero entonces… -calculó la paciente-. Si no me vais a dar nada más, puedo irme a hacer recados, ¿no?

Podía, y se fue. Localizó un cajero, sacó dinero, una papelería, compró recambios de tinta y folios blancos, y aprovechó para hacer un par de llamadas. Cuando subió otra vez, eran las once y media y la sala de espera estaba de bote en bote, hasta el punto de que la mujer de la urticaria se había quedado sin silla y al chico de la lactosa le habían quitado su pilar favorito.

Mientras buscaba un asiento libre, sin encontrarlo, la enfermera salió al pasillo para llamar a la lectora de periódicos con erupciones cutáneas. En ese instante, dos mujeres con aspecto de madre joven e hija adolescente, a quienes la lectora de novelas no había visto nunca, y que una hora antes, desde luego, no estaban allí, empezaron a protestar a grito pelado.

-¡Otra! ¿Has visto?

-Desde luego, es que no hay derecho…

-Llevamos nosotras aquí… Yo qué sé, un montón de tiempo, y la primera que viene, hala, para dentro.

-Para que luego digan que tenemos la mejor sanidad pública del mundo, ya, ya, menudo asco…

-Es que esto no se puede tolerar.

-Yo voy a protestar, no te digo más.

-Pues muy bien me parece…

La mujer de la anafilaxia se acercó un poco a ellas, las miró y sucumbió a una mezcla tal de perplejidad e indignación, que no fue capaz de sostener la mirada mucho tiempo. Por eso dio una vuelta sobre sus talones y encontró un espejo de su desconcierto en los ojos del chico de la lactosa, el único que estaba allí a las ocho y media, aparte de ella misma y de la mujer que acababa de entrar. Los dos se miraron un instante, preguntándose lo mismo, ¿tú vas a decir algo?, alguien debería decirles algo, pero justo entonces la enfermera pronunció un nombre masculino, y él echó a andar hacia la puerta por la que salía la mujer de la urticaria.

-¡Otro más! -dijo la hija-. ¿Qué te parece? Y nosotras aquí esperando.

-Desde luego, esto es una vergüenza tan grande que no sé ni cómo lo soportamos.

-Ya te digo. P

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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