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Columna
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Réquiem por un espía

De pequeño soñaba con ser espía, una vocación que había ido creciendo con las novelas de quiosco, los tebeos bélicos y las películas en blanco y negro, más grises que nunca porque los espías circulaban por espacios brumosos, ambientes cargados de humo, noches de lluvia, callejones solitarios apenas iluminados por farolas amarillas, estaciones de ferrocarril borrosas por las nubes de vapor de las locomotoras y neblinosos muelles en los que negros cargueros esperaban que embarcara, camuflado entre la marinería, el agente secreto encargado de una peligrosa misión.

Los espías fumaban y en el humo de sus cigarrillos bailaba la sombra de la traición. Las mujeres de las películas de espías nunca eran sus mujeres de veras, las esposas de los espías nada sabían de la ocupación de sus maridos, aunque solían sospechar algo por sus extraños horarios, sus viajes imprevistos y alguna mancha de carmín en los cuellos de sus camisas, un aroma de perfume caro o un cabello rubio dejado en la solapa.

El hilo llega a Granados, pero en el fondo de la tela de araña se percibe la sombra de Aguirre

Las mujeres espías eran sobre todo enigmáticas y también fumaban en largas y delgadas boquillas de ámbar. En cuanto aparecía en plano una de esas boquillas, los espectadores ya sabíamos de qué iba el asunto, la vampiresa de turno no se dejaría seducir por amor o por lujuria, sino a cambio de información reservada.

Ellas y ellos solían militar en bandos contrarios, con lo que la traición estaba a la orden del día, o de la noche. La traición formaba parte de su actividad profesional, aunque de vez en cuando la atracción física irrumpía y el juego de las lealtades quedaba en entredicho.

Los espías no llevaban uniforme, pero se disfrazaban continuamente, los espías nunca usaban su verdadero nombre, disfrutaban de varios pasaportes y usurpaban distintas personalidades y nacionalidades. Para ser espía, y esto era un inconveniente, había que saber idiomas y ser bastante manitas para manejar micrófonos ocultos en la flor de la solapa, inofensivos bolígrafos que se transformaban en armas letales y otros imaginativos artilugios. Con el tiempo y con la lectura de algunos maestros británicos del género, como John Le Carré o Eric Ambler, mi admiración por los espías fue creciendo. Los topos y los agentes dobles sustituían a las enigmáticas vampiresas y los espías ya no eran magníficos atletas capaces de escalofriantes proezas, peleas a cuello partido o vertiginosas persecuciones en automóviles trucados, sino individuos vulgares, a veces calvos y con gafas, especialistas en Shakespeare y amantes de la pintura clásica, individuos que tenían mucho más fácil pasar desapercibidos que sus exhibicionistas colegas.

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James Bond era para mí el antiespía, resultaba imposible no reparar en él, no engendrar sospechas sobre un tipo que consumía martinis y jugaba al black jack, ganando siempre, un conquistador impenitente que para desenmascarar a la posible espía entre una nómina de bellísimas, escotadas y asequibles señoritas que pululaban junto a los verdes tapetes, tenía que seducirlas una a una y luego desprenderse a golpes de los sicarios que las escoltaban.

La labor silenciosa y callada, minuciosa y subrepticia del buen espía desapareció con el fin de la guerra fría, desapareció la ambigüedad y las grises medias tintas se diluyeron, las fronteras entre el bien y el mal volvieron a ser nítidas y el espionaje y el contraespionaje con sus conflictos de lealtades, sus dilemas morales y sus tragedias íntimas pasaron a ser historia, biografías mucho más apasionantes que las ficciones del género. La biografía de sir Anthony Blunt, historiador y crítico de arte, asesor de la reina de Inglaterra y traidor recalcitrante a la Corona, con sus exquisitos y circunspectos colegas del Círculo de Cambridge, fue quizás el canto del cisne de las historias de la guerra fría.

El golpe de gracia al mito de los espías se lo atizan estos días en la Comunidad de Madrid con la esperpéntica comisión en la que los presuntos espías de baratillo han sido investigados por los que les encargaron sus fraudulentas y cutres misiones de contravigilancia. Pescadilla que se muerde la cola, parodia de parodias. Espionaje de burla y cuchufleta, espías de tebeo en una conjura de necios recalcitrantes.

Declaran los espías que ellos nunca espiaron nada y esta negativa reafirma su condición de tales, porque los espías están obligados a negarlo todo, a no revelar sus fuentes de información y sobre todo a no pronunciar jamás el nombre del número uno, cabeza invisible de todas las maquinaciones. El señor, o la señora, X, que permanece en la sombra. El hilo del laberinto llega hasta Granados, pero en el fondo de la tela de araña se percibe la sombra octópoda y omnímoda de Esperanza Aguirre.

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