Una cabra o un florero
Me pregunto si soy una cabra o un florero para que Martí i Jufresa, director general de Coordinación Interdepartamental de la Generalitat, no se digne contestarme a la carta que enviamos Josep Casamartina y yo al presidente Montilla con el Manifiesto en contra del cierre del Museo Textil y de la Indumentaria de Barcelona. Se la enviamos firmada a mano, ambos, y el funcionario contestó a Casamartina, pero no a mí. Curioso. Esto quiere decir que para él yo no he pensado, no he escrito, no he recogido muchísimas de las 275 firmas (entre otras las de Pertegaz, Toni Miró, Miguel Milá, la familia Rocamora, Colita, Lepoldo Pomés, Pilar Garrigosa...); seguramente piensa que tan sólo he ejercido de secretaria o de ayudante, tarea muy propia de las mujeres. Es una prueba más de que las mujeres no existimos, ni tan siquiera como destinatario postal.
Entiendo que la cultura les importa muy poco y sólo se trataba de una pequeña patada burocrática, un salir del paso, pero no es esto lo que me interesa ahora, sino que el pequeño incidente es un nuevo y flamante ejemplo más de misoginia, sólo que esta vez catalana y progresista.
Porque no hay color político para la invisibilidad de las mujeres, para la falta de respeto por el esfuerzo femenino. Las mujeres no somos escuchadas, a menos que expresemos una idea, una simple idea, y entonces los hombres, cual camaleones de afilada lengua tragando un mosquito, la hacen suya inmediatamente. Me ha ocurrido cientos de veces y no sé si es un consuelo saber que Camille Claudel, Dora Maar, Meret Oppenheim y numerosas mujeres de escritores han dicho, dicen y dirán lo mismo. No, los hombres no escuchan cuando les hablamos, salvo también en aquella escena tan propia de la vida misma donde el hombre dice (en una compra o en una importante decisión profesional) aquello de "tendré que consultarlo con mi mujer". Porque a veces la esposa tiene una idea atinada, producto de nuestra clásica intuición femenina, a la que ahora, con mucho énfasis y como si fuera una novedad psicológica, se la llama "inteligencia emocional".
En estos días de marzo, cuando todos los políticos hacen gestitos simbólicos supuestamente a favor de la igualdad de los sexos y de reconocimiento a la mujer que no son más que vana propaganda de un día, me vienen a la mente las reflexiones de Nora Mitrani, escritora y filósofa, amiga de los surrealistas, prematuramente muerta en l961. "Las pobres mujeres se imaginan que la liberación está al alcance de la mano porque esta mano agarra una papeleta de voto y un talonario", escribe Mitrani. "No han comprendido la gran esperanza de Rimbaud: él las quería humanas, pero diferentes, poetas de una manera todavía desconocida en la tierra: 'Ella hallará cosas extrañas, insondables".
En realidad los verdaderos poetas, los visionarios, siempre comprendieron que la mujer era el futuro del hombre, que la mujer era diferente, y mucho, al hombre, y que era muy sabio aprender de ellas. Pero mientras que una minoría debate sobre estas sutilezas, que apuntan a la verdadera lucha de los sexos y a la más profunda naturaleza de hombres y mujeres, otros, la gran mayoría, ni las escuchan, ni las atienden, ni contestan sencillamente al correo.
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