De pronto, el 'cinexin' de una vida
Desde la contraportada de un semanario del papel cuché nos incrusta en la nuestra una mirada marrón y serena, mezcla de no haber roto un plato y de un "aquí estoy yo" poderoso y racial y hasta puede (aunque ésta es una estricta apreciación subjetiva) que con un punto de melancolía, como de estar pensando en cosas tristes.
Los ácidos hialurónicos y los pro-xylanes que Penélope nos vende para "una piel de juventud" pueden parecer una bobada pero venían a ser, hasta esta madrugada de sonrisas y lágrimas en Los Ángeles, la metáfora lateral de la gloria y el triunfo arrancado al destino por aquella niña de Alcobendas: ni más ni menos que la imagen universal y multimillonaria de una marca líder en la venta de productos de belleza. Penélope Cruz vendiéndonos la moto de la eterna juventud. Penélope Cruz vendiendo a España, y luego al mundo, a todo aquel que se deje, la fascinante moto de los tocados por la magia del cine.
La carroza de Cenicienta hace tiempo que se fue. Pero los zapatos siguen debajo de la cama
El Oscar de Vicky Cristina Barcelona, película salvada (si es que se la puede salvar) por la sabiduría y la rabia de esta actriz de dimensiones todavía insospechadas, viene a recompensar la decisión, el esfuerzo y el duende de la única actriz española de dimensión mundial.
No se sabe si es cierto que la antesala de la muerte proyecta la vida en segundos, pero ayer daba la sensación, viendo a Penélope Cruz en el teatro Kodak, que ese urgente cinexin le pasaba a toda máquina por su cabeza: la peluquería de su madre en Alcobendas, sus hermanos, las clases de ballet en Madrid y Nueva York, la televisión de La quinta marcha, aquel videoclip de Mecano inequívocamente ochentero y de título premonitorio (La fuerza del destino), el ascendente de Almodóvar, el padre protector Bigas Luna, Javier Bardem y Jordi Mollà, la Belle époque junto a Fernando Trueba, que la convirtió después en la niña de sus ojos; el magisterio de Fernán-Gómez, la inmersión en la comedia inteligente con Manuel Gómez Pereira, el parto en el autobús urbano de Carne trémula, de Almodóvar, por fin; el viaje iniciático (y se supone que penoso, viendo algunos de los "naufragios" en los inicios de su carrera americana) a Hollywood, Tom Cruise, su desoladora encarnación de piltrafa humana en la película No te muevas... el advenimiento de Raimunda, mujer visceral, mujer universal... cumbre absoluta de una carrera, Volver, volver a Almodóvar, segundo padre.
Aquella tarde de calor, hace cinco años, en Cannes, Penélope Cruz viajaba a bordo de unos vaqueros azules y de una blazer negra. Nerviosa, desconfiada y contenida (por aquel entonces se estaban escribiendo abundantes bobadas sobre su vida privada, marca de la casa en este santo solar patrio), saludó al periodista y empezó a hablar con frialdad de su papel en No te muevas, de Sergio Castellitto, proyectada dentro de una sección paralela del festival.
La entrevista transcurría muy profesional y sin alma, hasta que, a la pregunta "¿Cómo hace usted para ponerse al servicio de un personaje?", la actriz perdió la mirada unos larguísimos segundos, cogió aire y soltó algo que podía parecerse mucho a un nuevo género: la autobiografía a botepronto: "Creo que mis orígenes, el hecho de no haber crecido en una familia millonaria, me ha ayudado. A mí nunca me faltó de nada, pero siempre gracias al esfuerzo de mis padres. Me compraban ropa dos veces al año, para la temporada de invierno y para la de verano, y yo me despertaba por la noche y me acordaba de que me habían comprado zapatos, y me preguntaba: ¿será verdad o será un sueño? Y miraba debajo de la cama, los tocaba, los olía y me volvía a dormir. Estas cosas, cuando no las tienes, las valoras mucho más, claro".
Penélope Cruz ganó la pasada madrugada su primer Oscar. La carroza de Cenicienta hace tiempo que se fue. Pero los zapatos siguen debajo de la cama.
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