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Columna
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Los verdugos de Eluana

Pronto aprendí (las perversiones son casi siempre la primera noticia) que al placer del dolor se le llamaba masoquismo. No fue fácil, porque el primer dolor que recuerdo fue el que me produjo un médico del Seguro de aquellos años sesenta (médico militar, además) que me quitó un enorme esparadrapo de una herida, de un tirón, bajo engaño, que hoy en día no sé si sería un delito contra la salud emocional de la infancia. Nunca pensé que ese intento de homicidio involuntario pudiera producir placer. Luego me dijeron que sí. Pero lo que más me confundió fue comprobar que esa aberración de enaltecer el sufrimiento pudiera tener un carácter teologal. Es decir, que el sufrimiento era algo así como el único camino inevitable para la felicidad. Luego supe que lo de "camino" ya en sí mismo era un asunto problemático. Yo pensaba que era sólo una palabra que los malos poetas utilizaban para rimar inevitablemente con "destino".

El caso de la joven-niña-adulta Eluana en Italia me ha llevado inevitablemente al origen de la locura, de las locuras religiosas que nos rodean; en realidad, que nos han rodeado siempre y todo anuncia que nos seguirán rodeando. Me he negado a ver la magnífica película Camino, de Javier Fesser, porque sé que me va a irritar y no sé que soy capaz de hacer una vez fuera del cine. La cultura del dolor pertenece a la religión, porque si uno entrega el dolor a un ser superior (no, al tuyo, no, Butragueño) se queda absolutamente vacío. Miedo, dolor y arrepentimiento son en realidad las tres virtudes teologales reales, las que más sojuzgan, las que más atenazan. Son las cadenas de la sociedad religiosa que prefiere el sida al preservativo; el embarazo no deseado, al placer; la muerte, a la transfusión de sangre; la guerra, a reconocer al infiel; el dolor sin esperanza, a la eutanasia; el hijo de la violación, al aborto; el ortodoxo pederasta, al teólogo de la liberación.

Eluana no era sino un instrumento de ese rosario del dolor para el que la religión no tiene respuesta. Bueno, o sí. El control del dolor, del miedo, de la reproducción, del placer, de la felicidad, del amor, del sufrimiento no son asuntos baladís en la vida cotidiana. Es lo que ansía cualquier dictador. Más allá del poder económico o político, a un dictador le gusta, sobre todo, controlar la vida, las emociones, las emulsiones y las sensaciones de la gente. Ese es el poder total (véase, La vida de los otros de Florian Henckel-Donnersmarck, la misma versión desde la religión comunista de la RDA). Eluana (lo siento Berlusconi, pero tú apenas eres el actor secundario Bob) se murió porque sí o por lo que fuera, dejando una herida abierta en la Iglesia católica que supongo que tardará en cerrar (como en el caso del nazismo) tropecientos años. Mientras tanto, el problema es Educación para la Ciudadanía. He ahí el problema. He ahí el dinero. El resto puede esperar.

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