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Sin bancos no hay paraíso

No es inteligente satanizar a las entidades financieras españolas porque no prestan más. Su solvencia es una ventaja competitiva que no hay que poner en riesgo. Contra la crisis hay otros recursos

Quizás los lectores crean que el mejor amigo del hombre es el perro. Se equivocan. El mejor amigo del hombre es el chivo expiatorio. En Levítico 16:10 ya se explicaban las enormes ventajas que tenía contar con un mecanismo simple y vistoso para redimir los excesos de la comunidad. A la vista de lo que estamos oyendo estos días sobre los bancos y la crisis no parece que dos mil y pico años de civilización hayan sofisticado el procedimiento: los culpables de "casi todo" son los bancos, primero, por endeudar a las familias y después, por cerrar el grifo del crédito.

De poco sirve que los datos sigan confirmando que el crédito, aunque a menor ritmo, sigue creciendo en términos nominales. De nada que la recesión española no tenga nada que ver con la exposición a activos tóxicos y la desaparición de entidades, sino con el ajuste forzoso ante una significativa burbuja inmobiliaria. De aun menos, que a diferencia de lo que ocurre en EE UU y buena parte de Europa, ningún banco haya tenido que ser recapitalizado con dinero público.

De las recesiones no se sale endeudando a familias y empresas, sino endeudando al Estado
Y si es necesario prestar más a la gente hay otro camino: crear una potente banca pública

La verdad es que sería estupendo que para librarnos de la peor y más global recesión desde la Gran Depresión bastara con que los bancos dieran crédito. Y que para evitar nuevas "burbujas" no hubiera sino que regular más y mejor a los bancos y a los mercados. Realmente sería un gran alivio poder olvidarse del endeudamiento del país y de las familias, de la balanza de pagos, del desempleo, del riesgo de deflación, de la falta de competitividad y la calidad de la educación, y de las rebajas de ratings de empresas y del soberano. Sería una ganga que para volver a ser el pasmo de Occidente nos bastara con un "empujoncito" crediticio.

Pero va a ser que no. Y no porque nos tengan manía, sino porque a nadie de nuestro entorno nadie jamás le ha dado esa oportunidad, pese a que ocasiones no hayan faltado: entre 1960 y el año 2008, en los 21 países de la OCDE se han producido 122 desaceleraciones de actividad, 112 episodios asimilables a una "contracción" del crédito y 114 episodios de burbujas bursátiles e inmobiliarias. En 76 ocasiones las recesiones se han asociado con un credit-crunch o con el estallido de las burbujas de activos. Sólo en cuatro ocasiones hemos hecho pleno -recesión, restricción de crédito, caída del precio de la vivienda y estallido de la Bolsa- lo que confirma que nuestra actual recesión es un auténtico "cisne negro" que no cabe tomarse a la ligera.

De ninguna de estas crisis se ha salido usando al crédito como política de reactivación. Más bien todo lo contrario. Como puede leerse en el excelente informe sobre las crisis recién publicado por el FMI, en los episodios recesivos puros, el crecimiento del crédito se desaceleró entre dos y tres puntos antes de que la recesión se iniciara, y se redujo otros dos puntos porcentuales durante los trimestres en los que el PIB se contrajo. Para la normalización definitiva del crecimiento del crédito hubo que esperar a que transcurrieran tres años desde el inicio de la recesión.

En cuatro palabras: el crédito es pro-cíclico. Es más, cuando un shock lo saca de su senda de equilibrio tarda en volver a la situación de normalidad. La lección es simple: de las recesiones no se ha salido endeudando más a familias y empresas, sino -al menos desde Keynes- endeudando al Estado, expandiendo la liquidez y recortando tipos para que el servicio de la deuda preexistente sea menos exigente.

El problema es que a veces los tipos no bajan por más que uno lo desee y la capacidad de endeudar al Estado se revela limitada. Entonces es cuando las cosas se ponen mal, porque el ajuste se hace inaplazable, tiende a ser desordenado y conllevar un reparto de costes arbitrario. Lo inteligente en estas situaciones es coordinar el resto de políticas y agentes y hacerlos converger a una agenda común. A un pacto explícito o implícito. Tratar de imponer sobre uno de los actores el coste económico, mediático o reputacional de la crisis es un error tan serio como acusar a los sindicatos de ser los causantes del desempleo, a los empresarios de la crisis, a los medios del desánimo y a los artistas del fraude fiscal. Todo lo anterior ya lo ensayamos en su momento y fracasó estruendosamente.

Pese a lo que oigan, no es verdad que haya incertidumbre sobre lo que va a pasar en los próximos meses. La certeza es absoluta: van a ser malos. El mundo de la liquidez barata e ilimitada no va a volver ni para el país, ni para los bancos, ni para las empresas o los ciudadanos. Y en ese entorno la conducta que maximiza las probabilidades de supervivencia no es la de añorar los tiempos perdidos, sino la de liquidar los pasivos hasta donde se pueda y aumentar el ahorro todo lo que sea posible. Por eso, es bastante probable que los banqueros tengan razón y que la demanda de crédito esté cayendo, en respuesta a esta situación y al incremento del precio del crédito. Hay que desengañarse: los españoles somos como el resto de colegas de la OCDE.

Las únicas diferencias son que estamos ligeramente más endeudados que ellos y que tenemos entidades financieras que, en general, son más solventes. Poner en riesgo por convicciones regulatorias o meramente escenográficas esta importante ventaja competitiva es difícilmente comprensible. La rica experiencia de crisis muestra que los episodios que combinan una desaceleración o crisis de crecimiento con una crisis bancaria son más letales para el bienestar de los ciudadanos que las recesiones en países con bancos solventes y eficientemente gestionados.

Según el análisis del FMI mencionado, si los bancos entraran en crisis la recesión en lugar de durar cuatro trimestres y conllevar una caída promedio del 2% del PIB se prolongaría 10 trimestres y provocaría la contracción del PIB entre el 4,5% y el 6%, además de recortar la inversión residencial en un 13% y llevar a una caída promedio del 9% en el precio de la vivienda.

Dicho en corto: los bancos por sí mismos no te sacan de la crisis, pero sin bancos no hay paraíso. Julio María Sanguinetti siempre lo dijo.

De ahí el exquisito cuidado con el que los Gobiernos de todo el mundo hablan de sus sistemas bancarios, y la velocidad con la que tratan de repararlos y recapitalizarlos cuando perciben que se ha producido un deterioro de su liquidez o de su solvencia. La prudencia no es fruto de la falta de imaginación. Menos todavía de que las autoridades anden flojas de patriotismo o de ambiciones desarrollistas. No es que rechacen la audacia de la esperanza. Lo que les pasa es que -con muy buen criterio- las autoridades tratan de evitar hacer un pan con unas tortas.

En última instancia, si pese a todo, se considera que es necesario prestar más a todo el que lo necesite hay un camino más directo, y sobre todo más elegante, que el apriete a los bancos y cajas: agárrese el toro por los cuernos y créese ex novo una potente banca pública. Con la que está cayendo en EE UU, en Reino Unido, en Alemania, y en otros países del mundo a nadie le va a preocupar si esta vuelta al pasado hace mella en nuestras credenciales ortodoxas. Y, si se tiene dinero para hacerlo, el momento va a ser excelente para contratar el talento humano necesario: el mercado de trabajo internacional está hoy sobrado de banqueros en busca de un destino. Más difícil puede ser encontrar los recursos para el fondeo de las carteras de crédito y préstamo, pero siempre se puede explicar que es mejor apalancar el dinero de los contribuyentes 10 o 12 veces en la forma de capital que tener que inyectarlo a instituciones privadas. Y siempre será posible encontrar mentes brillantes que justifiquen esta nueva especie de Ave Phoenix. Y ¿luego? Bueno, pues luego ya veremos.... ¿O no?

José Juan Ruiz Gómez es economista.

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