Muchísimo valor
Escribía a sorbos, como si respirara; tomar uno de esos últimos poemas de Nada grave (que dormían en su ordenador viejo, hasta que los sacaron a la luz Susana Rivera, su viuda, y Bernardo Marín, su amigo) es tomar el aliento pugnaz pero final de Ángel González; cuando ya no esperaba otra cosa que la amistad, el amor y el crepúsculo, el poeta de la noche y del miedo, decía que no estaba escribiendo nada, y no era cierto; ahí estaban, latiendo como telas de cebolla, esos versos temblorosos con los que se despedía de todo, y también de los versos de la noche.
Cuando Nada grave salió a la luz, tan trabajosamente, detrás de Ángel se había fabricado el muro abierto de su nobleza civil, comprometido con su tiempo y luego con la melancolía, con el vacío que despide la vida cuando ya no responde a su aliento sino un espejo grisáceo, el de la enfermedad y la desaparición, el grave espejo de las despedidas. Pero se alzaba contra esas paredes, y renacía otra vez diciendo "nada grave" y subiéndose a la ola de la vida como si, en efecto, nada le pasara a su salud.
Su poesía, hasta ese final azotado por el ventarrón que se lo llevó hizo un año la semana pasada, fue una celebración de la vida, y también la crónica de un espectador militante e irónico; hubo en esa poesía muchos tiempos felices, y mucha lucha, y estos últimos versos, con los que se corona la antología que EL PAÍS pone mañana en manos de sus lectores, reflejan su espíritu, el espíritu de las últimas largas noches: "Hay que ser muy valiente para vivir con miedo./ Contra lo que se cree comúnmente,/ no es siempre el miedo asunto de cobardes./ Para vivir muerto de miedo,/ hace falta, en efecto, muchísimo valor".
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