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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Disfrazados de mayores

Javier Marías

Como a cualquiera en las mismas circunstancias, la reunión me hacía ilusión y me daba miedo, luego me puso nervioso. En 1968 acabé el preuniversitario y salí del colegio Estudio, en el que había permanecido desde los cuatro años. Hace una semana, a instancias de uno de los pocos compañeros con los que mantengo amistad, José Manuel Vidal, que además es mi cardiólogo desde hace un decenio, unos cuarenta miembros de aquella promoción fuimos a su casa y nos vimos las caras, en algún caso por primera vez en cuarenta años. Mercedes Cabrera, la Ministra de Educación, y yo teníamos la ventaja de que esa cara se nos ve en la prensa de vez en cuando y era difícil que le diéramos un susto a nadie. Da temor encontrarse con cincuenta y siete años a quienes dejamos de ver con dieciséis o diecisiete. De hecho dudaba que fuera aconsejable. A algunos los había vuelto a ver hacía veinte, con motivo de una reunión similar, pero eso es también mucho.

Fue muy agradable y divertido, y, tras unos segundos de desconcierto, todo el mundo resultó reconocible. Había que hacer una corrección de enfoque, acoplar la cara infantil o juvenil que uno guardaba en la memoria a la del hombre o la mujer maduros que tenía ahora uno enfrente. A los pocos minutos, en el peor de los casos, se obraba una superposición y, por así decir, uno conseguía "encajar" las dos imágenes, la del pasado remoto y la del presente, sin que ésta borrara aquélla del todo ni aquélla desmintiera del todo a ésta. Nadie preguntaba mucho por la vida actual de cada cual, más allá del "Qué tal te va" impuesto por la educación. Esa vida actual en realidad no interesaba, a ninguno nos importaba saber a qué se dedicaba el otro, si tenía hijos, mujer o marido, porque en seguida se congeló el tiempo y empezamos a tener la sensación de que la vida verdadera era aquella, la de estar todos juntos sin profesión ni ataduras, en la vaga y eternizada expectativa de la infancia, y de que cuanto había ocurrido y venido después de separarnos era accidental y secundario, una especie de desviación de lo natural, o de error, o acaso un larguísimo sueño que tocaba a su fin al reencontrarnos aquella noche, como si pensáramos: "Este es mi lugar. Estos son mis compañeros primeros, con los que eché a andar por el mundo y con los que conviví a diario durante trece años fundamentales; aquí están las primeras chicas que me gustaron, mis primeros enemigos con los que me pegué en el patio para luego hacer siempre las paces; aquí están mis primeros amigos a los que procuré ser leal, aquí mi primera representación del mundo, en la que aprendí ya casi todo".

Era curioso ver y sentir el afecto espontáneo con que nos tratábamos todos (hasta los que no nos caíamos muy bien en el colegio), con una natural tendencia a abrazarnos, a pasar una mano cariñosa por el brazo, a que las mujeres, cuando la noche ya estuvo avanzada y tomamos asiento, apoyaran sus cabezas cansadas en los hombros de los hombres en quienes confiaban, como si fuéramos hermanos. Allí nadie podía ser un farsante, y no había ministra ni escritor que valieran, ni médico, arquitecto, abogado, ingeniero, periodista o psiquiatra. Nadie era nada más que el que siempre fue en clase. "Ellos me conocen bien", pensé, "nunca podría engañarlos: todos sabemos cómo es cada uno, aquí no cabe ningún fingimiento". Oh, y me sentí tan cómodo, tan a salvo y tan a resguardo. Hablé con la primera niña -niña entonces- que me gustó, a los cuatro años, María José Gancedo, simpatiquísima; y con la segunda, a los seis, Margarita Castillo; reconocí a Marín y a Peña, y el primero montó un DVD con viejas fotografías que nos sumergió aún más no en el pasado, sino en el tiempo que está siempre ahí, esperándonos; a Onís y a Tatay, antaño pendencieros y que hoy organizan safaris; a Lambea y a Suárez-Carreño, y a los cariñosos Gamero, Salgado y Ruiz-Bravo; a Marianne, Suseta, Asun y María Rosa, a Carmen Bernis y a Lola Lantero, ahora rubia casi platino; estaba Mercedes, también muy simpática, sin guardaespaldas por una vez porque allí era donde menos los necesitaba. No puedo nombrarlos a todos. Dos han muerto: mi mejor amigo de la primera infancia, Bauluz, y África, de la que alguien contó cómo en otra reunión, a la que no asistí, se despidió de Gonzalo Domínguez Torán con un beso casi cincuentón en la boca, y le dijo: "Tenía esto pendiente desde la niñez. Ahora ya me quedo tranquila al respecto". Brindamos por ellos y por otros ausentes: Inés Ortega, Liven Porter, Javier Fernández del Riego, Paloma Agrasot, Rafael López Barrantes, algunos no habían podido venir desde América.

Preferí no quedarme hasta el final. No quería irme cuando ya no hubiera más remedio y por ende sentirme "expulsado" de la verdadera vida, de la más auténtica, de aquella en la que no hay disimulos y todo es diáfano. Me rondaban dos pensamientos contradictorios, o eran sentimientos: por un lado, "Si siguiéramos aquí un día tras otro, sería una pesadilla". Por otro, y era más fuerte, "Que no se acabe, por favor, que no se acabe esto". Por eso me fui, cuando aún quedaban muchos y muy animados. Para acabar yo la experiencia feérica, de abolición o más bien compresión del tiempo, y que no fuera otro quien me la terminara, ni siquiera el anfitrión delicado y generoso. Porque, como dijo alguien, volvimos a ser nosotros, sólo que disfrazados de mayores. Nuestros muchos años, nuestras profesiones y fracasos o logros, nuestras mujeres o maridos e hijos, pasaron a no ser más que eso, disfraces que se ponen los niños.

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