Baile de máscaras
Cuando se apagaron las luces del teatro, se recostó en la butaca, y cruzó al mismo tiempo los brazos y los dedos. No es que no fuese una buena espectadora de danza, es que no lo era en absoluto. El ballet nunca le había interesado demasiado, y aunque el cante jondo sí le llega hasta dentro, y le fascina, y la emociona como pocas cosas, el baile español, después de la costra que dejaron los Coros y Danzas televisados durante su infancia, tampoco le había atraído nunca. Y sin embargo, allí estaba, mientras el telón ascendía lentamente.
Lo que le pasó después es difícil de explicar. Tan difícil que no sabe si lo logrará. Una escenografía austera y gris, un actor hablando solo mientras toma notas en un cuaderno, una situación reconocible para los espectadores. Un manicomio, estamos en un manicomio donde los internos representan los papeles que otro interno escribe para ellos. Él decide el lugar de la acción, España; la fecha, 2 de mayo de 1808, y la identidad de los protagonistas, Napoleón Bonaparte, Fernando VII, Francisco de Goya. Hasta aquí, gracias al excelente trabajo de Félix Gómez, que articula el espectáculo entero, ha visto sólo teatro. A partir de aquí verá, sobre todo, danza. Y sin embargo, es mucho más que danza, y ésa es la primera cosa difícil de explicar. Hay palabras que se dicen con el cuerpo. Susurros, gritos, traiciones, pasiones, dolor, amor que se dice con el cuerpo.
Napoleón es el amo, y como el amo baila. Después se levanta Fernando VII, que es solamente el rey, el amo no. Lleva una castañuela en cada mano, y las toca mientras baila, baila y zapatea, y, sin embargo, expresa, dice, grita palabras más precisas, más hirientes, más furiosas que las que puedan pronunciarse en voz alta. Pero lo más sorprendente es que el bailarín no representa a Fernando VII, sino que llega a ser Fernando VII, que, con sólo dos castañuelas y un cuerpo, encarna con una potencia asombrosa toda la retorcida complejidad del rey artero, traidor, nefasto, intrigante y listo, inteligente no. Llega a serlo de tal manera, con tal exactitud, que al verle bailar para Napoleón con una cadena de perro alrededor del cuello, ella no logra recordar un retrato que se pueda comparar con éste, aparte, por supuesto, de los que Goya pintó.
Y Goya ocupa el centro del escenario. Goya baila, pinta y baila, baila con un antifaz sobre los ojos, juega a la gallina ciega con otros hombres y mujeres jóvenes que bailan, y al bailar hablan, cuentan la alegría de la fiesta, la luz de los domingos, las verbenas campestres de la pradera de San Isidro. Y hay tanta ternura en este Goya, es tan conmovedora su voluntad de compartir, de aprobar, de enternecerse con la inocencia del pueblo al que pertenece, que, sin acabar de entenderlo del todo, ella siente que las lágrimas se asoman a sus ojos, y descubre que está a punto de llorar de emoción, y no lo comprende muy bien, pero recuerda a tiempo que la emoción no hay que comprenderla. La emoción es demasiado rara, demasiado preciosa y valiosa como para sujetarla con explicaciones.
Luego llega la guerra. Llegan el dolor y la desolación, llega la muerte, el sufrimiento, también el coraje de una lucha heroica y desigual. Napoleón no triunfará en España. Triunfa Fernando el Peor, con su corona de purpurina y un saco lleno de confeti, de serpentinas y de espumillón, baratijas de cartón dorado con las que engatusa al pueblo que le adora, que se equivoca y le adora, que olvida y le adora, que le da todo el poder para que lo cubra de cadenas, porque es ingenuo, inculto, fácil de engañar, y porque adora a un rey indigno de su amor. A esas alturas del espectáculo, la espectadora de la boca abierta y los ojos húmedos ya ha dejado de hacerse preguntas. Ya no sabe si el baile la interesa o no, si lo que ve es baile o no, si los personajes están locos o no, si la escenografía reproduce un manicomio o no... Y, lo que es mejor, nada de eso le importa ya. Ni siquiera los resortes que puedan justificar, o no, la emoción intensísima que se ha apoderado de ella, que la mantiene inmóvil en su butaca, sin rechistar, sin moverse, sin darse cuenta de que respira, mientras la música, la danza, las palabras, entran en su interior por cada poro de su piel, como si con los ojos, con los oídos no tuvieran bastante.
El espectáculo se llama Baile de máscaras, y es un montaje propio de la compañía de Ángel Rojas y Carlos Rodríguez -que interpretan a Fernando VII y a Francisco de Goya, respectivamente-, con música de José Nieto. En Madrid ya no se puede ver, al menos por el momento, porque su última función fue la última función de danza que se representó en el teatro Albéniz. Si tienen la oportunidad de verlo en cualquier otro lugar de España, o del mundo, por favor, háganme caso y no se lo pierdan.
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