Escándalo
Cuando me enteré de que existía un programa de televisión titulado Gran Hermano, me quedé atónita. No es posible, me dije, ¿a quién se le ocurriría escoger un nombre tan despiadado, tan cargado de siniestras evocaciones, para un programa de entretenimiento? La magnitud de mi error, que no le resta un ápice de acierto a ese emocionante, trágico canto a la vida y la libertad que Orwell tituló 1984, no necesita comentarios. El grado de obscenidad, de exhibicionismo trivial, de humillación consentida, de violencia verbal, de crueldad, de indefensión, que desde entonces se desarrolla sin contratiempos en casi todas las cadenas, tampoco.
El escándalo ha estallado cuando un hombre enfermo y valiente, desesperado por la certeza de que la vida que ha amado, la que querría seguir amando, se ha acabado para él, consintió que una cámara filmara su muerte voluntaria. ¿Fue eutanasia? ¿Suicidio asistido? Eso no importa mucho. Las palabras de Craig Ewert, su sencillo coraje, la intensidad de su adiós a la vida, el último beso que recibió de su mujer, el que dio a cambio, me conmovieron profundamente, como el supremo acto de voluntad de un ser humano libre, digno, responsable de su dolor y del que su existencia deparaba a las personas que amaba, y a las que odiaba ver sufrir.
Hace unos días, la BBC emitió el documental con la previsible controversia y el correspondiente ruido mediático. Mientras la serena muerte de Ewert ocupaba algunas pantallas británicas, en otras de medio mundo, un ejército de seres anónimos o famosillos vendían sus miserias por un poco de dinero, y se insultaban, y se pegaban, y lloraban, y se humillaban en directo sin ofender la sensibilidad de nadie. Porque estimular la obscenidad de la vida se ha convertido en la norma de un espectáculo donde ya no cabe la dignidad. Ni la de los vivos, ni la de los muertos.
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