Grandeza y derrota de Azaña
Santos Juliá bucea en la vida más desconocida del presidente de la República
El adiós. Con Vida y tiempo de Manuel Azaña 1880-1940 (Taurus), el historiador Santos Juliá (Ferrol, 1940) se despide del político español al que más vínculos profesionales le han unido. Uno de los que, a su juicio, ha marcado el siglo XX junto a Franco y Felipe González. Cada uno, se apura a puntualizar, por razones distintas. Azaña, además, representó el blanco y el negro al mismo tiempo. "El símbolo de la gran expectativa y de la gran derrota", sintetiza su biógrafo. Y siguiendo con esa bipolaridad, el más vilipendiado y, de unos años acá, el más reivindicado.
Pese a que el autor no se siente "fagocitado" por el personaje, ha decidido poner punto y final. "No puedo decir que sea la obra definitiva. Azaña tiene muchas caras, pero, por lo que a mí respecta, es el último", afirma en su despacho de la UNED, un día antes de volar hacia Chile.
Juliá abordó la figura del presidente de la República en 1990 en una biografía política que, examinada ahora, le resulta "manca de la guerra y del destierro, coja de juventud e hinchada sobremanera de República". Así que la actual, que acompaña la edición de las Obras completas de Azaña, se recrea en los años de aprendizaje y formación del político: su paso por El Escorial, que inspira luego su novela El jardín de los frailes; su estancia becada en Francia, que alimenta una profunda admiración hacia el país vecino; su fallida gestión del patrimonio familiar en Alcalá de Henares, que le lleva a opositar; su progresión social en el Ateneo o su militancia en el partido reformista. "Contrariamente a lo que él decía de que había llegado tarde a todo, el Azaña anterior a la política tiene gran interés", sostiene.
También la etapa de la Guerra Civil engorda en esta entrega. "En muchos trabajos se da a Azaña como un presidente amortizado y derruido. Él nunca creyó que la República ganaría la guerra por el apoyo alemán e italiano a los sublevados, lo ve con más lucidez y mucho antes que nadie; fue muy activo contra la estrategia de Negrín [presidente del Gobierno] y el PCE de promover la resistencia para buscar una victoria decisiva que permitiese ganar la guerra".
¿Y cómo encajó un francófilo como Azaña que el país que tanto admiraba se desentendiese de la suerte republicana? "Por una parte, fue una decepción, para él era incomprensible que Francia se quedase emparedada entre Alemania, que se estaba rearmando, y España". En plena Primera Guerra Mundial, Azaña había visitado el frente en las ciudades francesas de Verdún y Reims, donde le horrorizó la destrucción, pero le fascinó la acción militar y la disciplina civil que mantenían en pie la estructura de un Estado democrático. "Lo tomó como una lección", sostiene Juliá, "España tenía un Ejército incapaz en el campo de batalla que intervenía permanentemente en la política".
Acompañado de algunos familiares y un pequeño séquito, Azaña abandonó España en febrero de 1939, cuando el final de la guerra era cuestión de días. Ya había decidido que no había retorno. "Hablar de una espantada no tiene sentido. Una traición se da cuando se está maquinando por atrás, y él dijo lo que iba a hacer. No lo llamaría ni traición ni espantada, pero no aguantó hasta el último momento", añade el historiador.
Dio un paso adelante al cruzar la frontera y otro atrás: renunció a la política. En su destierro errante -cambió de domicilio a menudo por razones de seguridad- no tuvo tiempo de planear su futuro, apremiado por los nazis, los agentes franquistas y la enfermedad. Se refugió en la literatura -publicó La velada en Benicarló-, la vocación que coexistió toda su vida con la política. Otra de esas bipolaridades que le caracterizan. Murió en 1940 en Mountaban, donde está enterrado y donde Santos Juliá cree que debe continuar: "Ir allí transmite su tragedia".
Babelia
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