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DESPIERTA Y LEE
Columna
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Al servicio de la revolución

Fernando Savater

Si ustedes me preguntan cuál es, a mi juicio, el acontecimiento editorial más importante de 2008, no tendré más remedio que hablarles de una obra magna que probablemente no hayan visto comentar en las páginas culturales ni los suplementos literarios. Se trata de la Historia de la revolución francesa de Jules Michelet, traducida por Vicente Blasco Ibáñez, que ha publicado la editorial Ikusager. La edición (patrocinada por la Fundación Pablo Iglesias y con apoyo de instituciones culturales francesas) viene excelentemente presentada en tres volúmenes dentro de un estuche, ilustrados por Daniel Urrabieta Vierge, un auténtico maestro español en ese campo que trabajó y triunfó en el París de finales del siglo XIX. La arriesgada aventura de esta publicación es sin duda un empeño personal del valeroso piloto de Ikusager, Ernesto Santolaya, a quien también se debe entre otras cosas que tengamos en buenas ediciones actuales las dos principales novelas marineras del gran Pierre MacOrlan, El canto de la tripulación y El ancla de misericordia. Como es probable que esta Historia de la revolución francesa no les esté esperando dócilmente en su librería habitual, les facilito antes de que se me olvide el mail del editor, donde pueden recabar toda la información pertinente: ediciones@ikusager.com. De nada, para eso estamos.

Jules Michelet fue un espíritu no ya poético, sino incluso mágico

¿Quién fue -y es, para siempre- Jules Michelet? La literatura nos brinda genios, sátiros, maestros y también, sencillamente, amigos. Autores con los que simpatizamos por su tono y talante aunque seamos conscientes de sus caprichos y a quienes perdonamos incluso sus más flagrantes arbitrariedades... Entre estos últimos, para muchos lectores (entre los que se cuentan Victor Hugo, Georges Bataille, Charles Peguy, Jean Duvignaud, Roland Barthes... y muy al fondo quien esto firma) figura destacadamente Jules Michelet. Fue un espíritu no ya poético, sino incluso mágico, que eligió para expresarse la prosa y los recursos de la erudición histórica o científica, aunque le interesaron más las metáforas y las intuiciones visionarias que la compulsa de fuentes o la acumulación de datos. Nunca aspira a la objetividad neutral sino al apasionamiento significativo. Sus fobias (los curas, los jacobinos, Inglaterra, el fatalismo, la Edad Media...) y sus filias (los estoicos, la educación, Alemania, el pueblo, la risa, la mujer como espíritu natural...) aparecen a cada paso como evidencias apoyadas por una elocuencia a veces sonámbula y siempre extrañamente seductora. Aparte de sus monumentales historias -de Francia, de la Revolución, del siglo XIX...- escribió ensayos asombrosos de voluntarismo y perspicacia sobre cuestiones vastas: El mar, El amor, La mujer, La montaña... Quizá el mejor de todos (y el único que sigue siendo constantemente reimpreso) es La bruja, un personaje de inconformismo heroico pero aciago que glosa magistralmente abriendo paso a Aldous Huxley o Julio Caro Baroja. De este ensayo dijo Bataille que convierte a su autor "en uno de los que hablaron más humanamente del mal".

En cuanto a su labor como historiador, nadie la describió mejor que Roland Barthes, que le dedicó el más agudo y atinado de sus estudios literarios (Michelet, F. de C. Económica): "El historiador es el que ha dado la vuelta al tiempo, volviendo atrás, al lugar de los muertos y recomenzando su vida en un sentido claro y útil; es el demiurgo que une lo que estaba disperso, discontinuo e incomprensible". Así resucita de nuevo para los lectores la historia y la leyenda de la Revolución Francesa como batalla del pueblo por la verdad y la justicia, con incomparable capacidad de evocación. No diremos que estos tres copiosos volúmenes se leen como una novela, porque Michelet detestaba el género: contentémosnos mejor con subrayar que pocas novelas históricas de las hoy en boga pueden competir con su lectura. Sin duda la facundia de Blasco Ibáñez (denostado por los exquisitos en su día como mero fabricante de best sellers y hoy añorado por su opulencia narrativa) es una excelente ayuda para la fluidez de la obra con su traducción, completada y puesta al día en cualquier caso por los editores (sobre Blasco puede verse actualmente en Valencia una exposición conmemorativa). Cuando le preguntaron a Michelet en qué se consideraba superior a otros historiadores, repuso: "He amado más". También había dicho, hablando de la mujer, que "el más vivo aguijón del amor no es tanto la belleza sino la tormenta". Es decir, la revolución.

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