La sombra de 'El Padrino'
En el vocabulario de Francis Ford Coppola hay una palabra borrada: "Ojalá". Tampoco utiliza los tiempos verbales que impliquen lamentos. En su familia no recuerdan haberle escuchado decir aquello tan recurrente de "tenía que..." o "podría...". Sabe perfectamente que un hombre debe perseguir sus sueños, como Tucker hizo con sus coches. Le hubiese partido el corazón haber escuchado a su padre, el gran músico Carmine Coppola, emular a Don Vito Corleone quejándose ante su hijo: "Nos faltó tiempo, Michael, nos faltó tiempo".
Cuando la vida te aparta de tus quimeras, llega un momento en que es preciso retomarlas. En el caso de Coppola, el gran Coppola, nada más y nada menos que el inventor del cine moderno, ese momento ha llegado, entre otros proyectos, con Tetro, una película que acaba de rodar entre Argentina y España.
Casi con setenta años -nació el 7 de abril de 1939 en Detroit (Michigan, EE UU)-, conserva energías e ilusión para afrontar ahora lo que quiso rodar hace más de tres décadas. Era la época en que un trabajo de encargo se cruzó en su camino y le desbarató los planes. También le colocó en la historia del arte para el resto de los tiempos. Le proporcionó gloria y dinero. Pero le rompió en alguna medida sus sueños.
Aquel trabajo se titula El Padrino. Fue una historia que se convirtió en trilogía y que hoy puede considerarse una obra redonda de más de nueve horas de metraje. Entonces había nacido como algo más sencillo. "La adaptación de un best seller de la época, igual que ahora han hecho con El código Da Vinci", dice el director, como si se pudiera comparar aquella maravillosa novela de Mario Puzo, con quien Coppola escribió todos los guiones, con lo otro.
Aquella propuesta le obsesionó hasta encontrar en ella una manera de dar su visión sobre algo mucho más ambicioso que los conflictos de una familia mafiosa. Resultó un encargo que él esculpiría obsesivamente hasta transformar en una genialidad comparable a cualquier maravilla parida por el empuje creativo. Una obra de arte total. Como El anillo del nibelungo, de Wagner, o las nueve sinfonías de Beethoven; igual que El Guernica, de Picasso, o el Taj Mahal. Con el mismo rango que podemos otorgar hoy a una gran tragedia shakespeariana, la trilogía de El Padrino tiene ya su pedestal de oro en la historia de la cultura universal.
Y sin embargo, la relación de Coppola con su criatura -recogida documentalmente en The Godfather family album, un libro con fotografías inéditas que publicará Taschen en España en el que se muestran imágenes de Steve Schapiro- es extraña.
NAVEGA A PARTES IGUALES entre el amor y el odio. Necesita de ella tanto como reniega. Incluso, si tuviera que elegir alguna de las suyas, puede que no la colocara entre las favoritas, al menos entre las que considera más personales. Insiste en que fue un encargo, quiere dejarlo claro, algo que le llegó de fuera. Un trabajo de supervivencia que le cambió la vida y le costó tantos disgustos como lecciones. "Me gusta El Padrino, pero no es lo que quería hacer en esos momentos", dice.
Entre los disgustos queda la lucha casi diaria de tener que negociar los pequeños y grandes detalles con aquellos que no quieren crear arte, sino simplemente dinero, como era el caso de los ejecutivos de la Paramount. Entre las lecciones, aferrarse desde entonces radicalmente a su propia libertad. A una insobornable independencia que le dura hasta hoy, gracias, sobre todo, al vino que produce en Napa Valley (California). "Sobrevivo gracias a eso, lo que me resulta bastante irónico", afirma el director.
Cuando uno le pregunta qué le debe a El Padrino, Coppola sonríe y entona una especie de excusa: "Positivamente y negativamente, muchísimas cosas. Había hecho antes Llueve sobre mi corazón, y quería rodar La conversación [un filme que queda dentro de su carrera entre las dos primeras partes de la trilogía]. Fue un trabajo que conseguí para sobrevivir. Tenía dos hijos y uno más que estaba por venir...".
Aunque reconoce que aquello transformó su carrera. No sólo le dio alas económicas. A él y a todos los que se llevaban su porcentaje. En poco tiempo transformaron el presupuesto inicial, 5,5 millones de dólares, en una fortuna de 150. Hasta el punto de que el presidente de la Paramount, Frank Yablans, anunció en 1972: "Quien tenga una parte de la película, ya es millonario", como cuenta Peter Cowie en su biografía sobre el cineasta. Y el director poseía un 6% de los beneficios, que han seguido creciendo hasta hoy: "Cambió mi vida, se convirtió en un fenómeno cultural, consiguió muchas cosas buenas. Si me entrevistan hoy es por ello, en gran parte". Aunque rápidamente recupera cierto rencor: "Pero me apartó de lo que en realidad quería hacer. Por eso lo hago ahora".
¿Y qué se trae entre manos en estos tiempos el viejo Coppola? Vivir, disfrutar, dedicarse al cine, la primera de sus pasiones, si exceptuamos a su mujer, Eleanor, con la que vive desde que se casaron, el 2 de febrero de 1963 en Las Vegas, y que le acompaña a todas partes. Por supuesto, a España. Fue poco después de conocerse en el rodaje de Dementia 13, la primera película de Francis, producto de la factoría de su gran maestro Roger Corman, cuando celebraron su boda. Ella ha sido desde entonces el pedestal de todos sus sueños, la tabla de salvación de todas sus locuras. Literalmente, como prueba lo que esta mujer contó en el libro y el documental Hearts of Darkness, sobre el rodaje de Apocalypse Now: una experiencia que llevó al director hacia el límite de su resistencia física y mental, que es mucha.
Los dos son las piedras angulares de un clan que tiene mucho que ver con los Corleone, como ha contado a veces su hermana Talia Shire, intérprete de Connie en la saga. Con tres hijos, Roman, Sofía y Gio -fallecido en un accidente náutico en 1986-, unido a sus padres, a sus hermanos, a sus nietos y sus sobrinos, Coppola es, ante todo, un hombre de familia. "Disfruto con todos. Mi mujer dice que he sido un buen padre por haber criado niños que son capaces de valerse por sí mismos. Uno malo hace que les tengas siempre bajo tu manto. He tratado, sobre todo, de que sean libres y creativos".
PARA ELLO, HACER QUE DISFRUTEN de su vida en familia es crucial. "Es nuestro primer experimento social, nuestra primera prueba de amor y odio", comenta Coppola en un descanso de su nuevo rodaje en la Ciudad de la Luz de Alicante, mientras Eleanor espera en la otra habitación comprobando correos en su ordenador portátil.
Su carrera ha sido tan ejemplar como dada al exceso. Sonados éxitos, expectación continua, espectaculares trastazos en taquilla, como el de Corazonada, que le sumió en una ruina de la que le costó reponerse. Nos sobrecogió con rodajes de leyenda, como el año y medio que le costó acercarse al horror de la guerra de Vietnam en Apocalypse Now. Viajaba de la mega-lomanía de esta soberbia adaptación de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, o de otras superproducciones como El Padrino y Cotton Club, al intimismo de Rumble Fish (La ley de la calle) y Rebeldes. Como quien se cobija del acecho de un monstruo en un refugio seguro. Pero en cada apuesta buscaba siempre lo mismo: mirar de frente a la cara escurridiza del arte.
Hoy, a costa de necesidad, ha conseguido otro de sus recurrentes sueños: ser un director medio europeo. "Y suramericano, o, mejor, mediterráneo", dice desde el despacho en el que se ve el mar levantino. Tetro cuenta con capital español y argentino de las productoras Tornasol y Castafiore.
Pero Coppola no quiere hablar mucho de la película que rueda; sólo da pistas generales: que si es más emocional que intelectual -comparándola con su anterior Juventud sin juventud, rodada en Rumania y sin estrenar en España-, que si es su obra más personal... Eso suena bien. Justo para inquietar a sus seguidores y agitar la ansiedad por verla. "Aunque no estará lista hasta dentro de seis u ocho meses", aclara.
También la compara con El Padrino I. "En tamaño", dice. Ya es algo. "El rodaje ha durado lo mismo, 64 días; hay una gran secuencia, como la de la boda. El otro día, lo hablé con mi montador, Barry Malkin. Le dije: 'Llevamos 30 años haciendo películas y ésta es como El Padrino: el mismo tiempo para rodar, escenas parecidas...'. Y él me contestó: 'Igual, pero con alguna diferencia: los 24 asesinatos, 13 accidentes, 5 explo-siones, apuñalamientos, estrangulamientos y esas cosas...".
El caso es que, haga lo que haga, vaya donde vaya, aquella trilogía de la que huía y a la que regresó durante 20 años va a ser siempre un asunto recurrente en su vida. Una marca. Un icono. Una hazaña... "Hoy, un director joven no podría haber hecho una película como El Padrino", cree Coppola. "Tendría que soportar muchas presiones", añade. Demasiadas. Por no hablar del riesgo. De la infinidad de discusiones. Las primeras, a causa del reparto. La sola idea de contratar a Marlon Brando aterrorizaba a los magnates. Lo hicieron negociando que su salario saliera sólo de un porcentaje de los beneficios, siempre que no superaran el millón y medio de dólares. Lo de Al Pacino, también. ¿Quién era Al Pacino frente a Robert Redford, Ryan O'Neill o Warren Beatty, las opciones de Paramount?
No eran las únicas ideas marcianas de la productora; también querían ambientarla en el tiempo en que se rodó -principios de los setenta- y en Kansas City. Otro absurdo. Más energía gastada para convencerles de por qué la primera parte debía centrarse entre los años cuarenta y los cincuenta. Lo argumentó, lo luchó, lo consiguió. Además, quiso rodar lo máximo posible en escenarios naturales, ambientar las calles de Nueva York, viajar a Sicilia para enmarcar la huida de Michael.
Después de toda aquella lucha para sacar adelante la primera parte, que fue un éxito absoluto que se calcula que vieron 132 millones de espectadores en dos años, la obra se convirtió en mucho más. Tiempo y espacio se expandieron hasta lograr un gigantesco fresco que abarcaba todo un siglo entrelazando las vicisitudes de tres gene-raciones, desde que Vito Andolini llega a Nueva York hasta que Vincent Mancini hereda el imperio.
Y EN EL CENTRO, EN ESE NÚCLEO, un personaje inspirado al amparo de las grandes creaciones shakespearianas: Michael Corleone. "Sobre él gira verdaderamente toda la película", ha admitido Coppola.
Sobre Michael Corleone, ese joven idealista preso en su brusca madurez de un destino trágico y no elegido voluntariamente, un destino que le cae encima como una losa de la que jamás consigue escapar. A través de ese personaje, Coppola cuenta lo que en el fondo quiere. "La tragedia de América", confiesa el propio director en uno de los documentales que existen sobre la película.
"Creo en América".
Es la frase que abre toda esta obra de arte mayor. "Creo en América", le dice el viejo Bonasera a Don Vito mientras éste acaricia un gato sobre sus piernas. "América me ha hecho afortunado", prosigue el viejo funerario antes de pedir al Padrino que haga caer ante unos malnacidos la justicia que no encuentra por medio de las autoridades para salvar el honor de una hija humillada.
Y Coppola, ¿cree en América? "Es un lugar único y extraordinario", afirma el artista. "Somos sin duda el único país hecho de emigrantes de todas partes que ha sido capaz de crear con éxito una nación rica durante mucho tiempo". Pero él sabe que sin ese cruce cultural, el mismo que retrata de maravilla, sobre todo en la segunda parte de su película, hubiese sido muy difícil. "Se ha hecho con gente de todas partes, que sigue llegando, a buscar oportunidades que no pueden hallar en sus propios países".
Coppola huye de la tentación de poner a caldo su tierra. Incluso después del cata-clismo de la era Bush. "Aunque esté de moda decir que América está hecha un desastre, debo decir que ha pasado un periodo difícil, pero tengo grandes esperanzas. En cada lugar al que vayamos se han podido vivir periodos cuestionables. Una de las difi-cultades de la democracia es que permite elegir a la mayoría y, a veces, ésta se equivoca", asegura.
Es así de patriota, aunque tampoco le sea difícil reconocer que el cine, su cine, su forma de acercarse al arte, ha perdido la batalla en su propio país. No es casual que directores como él o Woody Allen tengan que salir a rodar fuera para asegurar una radical independencia. Han sido los marginados de una generación que en los años setenta cambió Hollywood y consiguió resucitar la industria, como cuenta Peter Biskind en ese libro fundamental que es Moteros tranquilos, toros salvajes (Anagrama).
De aquellas concepciones entre las que predominó la corriente de Coppola, y las más volcadas en la espectacularidad, lideradas por George Lucas -a quien el autor de Apocalypse Now protegió en sus primeros proyectos, como THX 1138, precursora de La guerra de las galaxias- o Steven Spielberg, vencieron estas últimas. Pero él no parece guardar rencor. Menos ante alguien con talento como el gran Spielberg o un personaje como Lucas, que es amigo suyo desde décadas y le produjo a su vez proyectos grandes: la misma Tucker, sin ir más lejos.
Pero asume una cierta sensación de derrota encogiendo los hombros: "No es muy prometedor el futuro del cine independiente en Estados Unidos. Nadie te da dinero para hacer cosas que no sean previsibles, con suspense, tiros, o como thriller. No corren buenos tiempos para hacer películas muy personales".
ADMITE QUE PUEDE haber existido una inflación de la etiqueta independiente. "A lo mejor ha habido muchas y no van tan bien; puede que ahora estemos en una transición de la que sólo quedarán los realmente buenos", asegura. Aunque, confiesa, "la verdad es que no pienso mucho en la industria, ni en la distribución, ni en cosas de ésas; no sé".
Después de sus luchas titánicas, de sus fracasos -económicos, pocas veces artísti-cos-, parece haber llegado a una edad en la que no le pierde el exceso y le saca partido al posibilismo aun a riesgo de sentirse incomprendido. "He tenido suerte; dispongo de mi propia manera de hacer películas. Puede que en 20 años le interesen a la gente", asegura este poeta de la luz.
Ante todo, el cine es su verdadera pasión. El cine es lo que le inspira y le mueve. El cine es, además, la herencia que va transmitiendo a su hija Sofía, uno de los nuevos talentos más deslumbrantes entre las nuevas generaciones norteamericanas, autora de la fascinante Lost in Translation; tanto, que está preparado para cambiar las tornas y le empiecen a conocer como el padre de Sofía. "Me encantará, como me encanta también ser el abuelo de Gia", asegura el cineasta.
Pese a tener ya nietos, Coppola no deja de sentirse como un niño. La sensación de infancia constantemente recuperada se la da el cine. "Es lo más extraordinario. Cualquier adolescente se enamora del cine. Para ellos es algo bello, maravilloso para trabajar, con imagen, música, con esa forma especial que consigue capturar la emoción. No hay nada como el cine; cuando piensas en el cine, te sientes como si tuvieras 14 años", comenta.
Su empeño por seguir aprendiendo, probando, experimentando, no cesa. Igual que cuando hizo uno de sus descubrimientos cruciales. Se lo proporcionó nada más y nada menos que el gran Arturo Toscanini, legendario y tiránico director de orquesta que trabajó con su padre, Carmine, quien después compuso bandas sonoras.
"Me llevó a verle una vez. Recuerdo que era como Einstein, con esos pelos revueltos. Me dejaron en una habitación desde la que veía a la orquesta. Yo tenía cinco o seis años. Me acuerdo de que a través de una rendija se podía escuchar la orquesta, y si se cerraba, no. Fue cuando me di cuenta de que la imagen y el sonido iban cada uno por su lado", comenta. Desde aquel día, no ha dejado de descubrir por sí mismo todos esos trucos que después le han ayudado a contar sus grandes historias.
Ésas que tanto nos han ayudado a vivir. Ésas en las que se ha dejado el pellejo para no verse obligado a pronunciar nunca las palabras que desprecia. Ojalá. Jamás saldrá de su boca un triste "ojalá". Por eso, también hoy recupera el tiempo perdido. Lo invierte a fondo en pequeñas e íntimas historias como Tetro, inquietudes que aquella genialidad de El Padrino aparcó. "Hago lo que quise hacer entonces; así podré morir sin quejarme", nos dijo.
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