Dos grandes, perdidos
Ahora que se ha muerto Paul Newman, cabe la siguiente reflexión: ¿qué nombres deben seguir defendiendo el concepto "icono del cine de Hollywood", por medio de productos a la altura de su leyenda y de la del propio cine americano? Fallecidas o jubiladas la mayoría de estrellas del cine clásico, son las surgidas a finales de los sesenta y principios de los setenta (¿el mejor cine de siempre?) las que deben comandar el timón. Y ahí relucen claramente dos nombres: Al Pacino y Robert de Niro, que en los últimos años han filmado: La prueba, Apostando al límite, Gigli y 88 minutos (Pacino); y Hombres de honor, 15 minutos, Showtime, El enviado, El puente de San Luis Rey y El escondite (De Niro). ¿Alguien recuerda semejantes necedades? ¿En la carrera de Newman o Redford se acumulan tales despropósitos? La respuesta es obvia. Asesinato justo, rutinario thriller policial de poso ultraderechista, es la última demostración de su pérdida del rumbo. Ambos capitanean la película.
ASESINATO JUSTO
Dirección: Jon Avnet.
Intérpretes: Al Pacino, Robert de Niro, Carla Gugino, John Leguizamo, Donnie Wahlberg, 50 Cent.
Género: thriller. EE UU, 2008.
Duración: 101 minutos.
Suciedad en las calles
Planteada desde los horteras títulos de crédito como un duelo interpretativo, policial y moral, Asesinato justo se apoya en una tesis que se viene repitiendo a lo largo del último cine estadounidense: ni la ley ni la justicia son capaces de acabar con la suciedad criminal de las calles, y hacen falta verdaderos justicieros anónimos que inicien una batalla equilibrada. Algo así como la guerra preventiva de Bush, pero a pie de asfalto. Sin embargo, poco hay del antihéroe de Taxi driver, metáfora de la generación pos-Vietnam. Aquí el dilema tiene la altura intelectual de la típica historia de venganza al servicio del cachas del momento, y, como ya le ocurría a la reciente La extraña que hay en ti, de Neil Jordan, la historia acaba resultando mucho más reaccionaria que amoral.
Por su parte, Jon Avnet, que el año pasado ya arrastró hasta el fango a su amigo Pacino en la inenarrable 88 minutos, parece de nuevo perdido entre un mar de recursos técnicos que ya eran antiguos hace 15 años y que sólo revelan a un director académico con falsas ínfulas de modernidad. De modo que, entre los tics de De Niro y el vozarrón de Pacino, se llega extenuado hasta un rocambolesco desenlace con un truco de guión aún más barriobajero que las consideraciones éticas de la película.
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