Todos presa de las ficciones
Hace poco una amiga me contaba una espantosa situación por la que estaba atravesando su familia, y después de impresionarme y preocuparme y confirmarme que el asunto no tenía remedio a corto plazo, no sabiendo yo cómo animarla no se me ocurrió otra cosa que hacerle un comentario levemente humorístico: "Qué horror", le dije, "es como si de pronto vivieras inmersa en una novela de Dickens, y ya no tienes edad para tanto drama. O más bien de Balzac, peor todavía". "Sí, sí, de Balzac, con tanto desfalco y tanto oprobio", me contestó ella, que es persona leída, con una breve risa, como si, dentro de lo malo y realísimo de sus circunstancias, le divirtiera un poco y le diera momentáneo consuelo -efímero- sentirse protagonista de una ficción decimonónica.
Desde Dickens y Balzac ha llovido tanta ficción sobre nosotros que hoy es casi imposible verse en cualquier clase de apuro sin que nos acuda alguna referencia literaria, cinematográfica o televisiva, es decir, sin que tengamos la sensación de haber vivido ya antes el trance en que nos encontremos, de haberlo visto o leído, de habernos puesto con anterioridad en el lugar que en nuestra experiencia ocupamos por vez primera. En cierto sentido, casi nada nos sorprende enteramente, porque estamos rodeados de mundos en los que "todo ha sucedido"; y quien más quien menos, aunque sea de refilón o involuntariamente, ha visto muchas películas y series de televisión y conoce -aun sin haberlas leído- una enorme cantidad de novelas. Uno de los niños supervivientes del reciente accidente aéreo de Barajas preguntaba al parecer, desesperado y con comprensible impaciencia: "¿Pero cuándo se va a acabar la película?", no pudiendo creer que aquella tragedia perteneciese a la realidad y fuese en serio. Algo semejante nos preguntamos todos, hace siete años, mientras veíamos en una pantalla derrumbarse las Torres Gemelas, atravesadas por sendos aviones, y a un tercero estrellarse contra el Pentágono; y otro tanto nos sucede con cada atrocidad o catástrofe que contemplamos, se trate de un huracán, una guerra, un tsunami o un despiadado ajuste de cuentas entre narcotraficantes. "Esto es como aquella película, esto como aquella serie, esto como aquel cómic, esto como aquel cuento".
Y, de la misma manera, casi todo lo que acontece, aunque no nos afecte directamente, lo percibimos influidos por ese aluvión de ficciones. La figura de Michelle Obama, la mujer del candidato presidencial demócrata, por ejemplo, me resultaba en principio antipática y poco fiable, y he comprobado que compartía esa desconfianza intuitiva con más personas. No podía evitar adivinarle un carácter torcido, ambicioso y ladymacbethiano, ni sospechar que, de llegar su marido a la Casa Blanca, ella intentaría manipularlo. Hasta que caí en la cuenta de que probablemente mis percepciones no se debían a una extraña perspicacia, sino a que, injusta e inconscientemente, había estado asociando a esa mujer al personaje de Sherry Palmer, esposa del Presidente David Palmer de la serie 24 (ya saben los que lo sepan, esa en la que el actor Kiefer Sutherland o agente Jack Bauer ha de poner fin a monstruosas amenazas planetarias en el plazo de veinticuatro horas, superando palizas, torturas y bestiales muertes de seres queridos en un santiamén, en plan Tom y Jerry), que a lo largo de dos o tres temporadas se dedicaba a hacer toda clase de maldades a espaldas de su noble marido, conspirando sin cesar y poniendo en peligro al entero globo terráqueo. Y Palmer y su mujer eran los dos de raza negra. Desde que reparé en mi desliz le tengo mucha más simpatía a Michelle Obama, o al menos he comprendido que no había ningún motivo real para negársela.
Ya es bastante preocupante que nos guiemos por los millones de ficciones que asaltan al hombre contemporáneo. Pero quizá lo sea más todavía que nuestros mandatarios -que también se han empapado de televisión y cine, sobre todo cuando aún eran seres normales- imiten, sin querer o queriendo, cuanto han visto en las pantallas o han admirado en los tebeos (en libros me temo que poco, la mayoría). ¿Acaso Berlusconi no es una mala imitación, y sin gracia, de los personajes de Alberto Sordi, a menudo cínicos y sin escrúpulos a la vez que serviles y untuosos, como ha señalado Concita de Gregorio? ¿No es Hugo Chávez, con sus vociferaciones ("¡Yanquih de mierda!"), el reyezuelo gordinflón y pueril de algunas aventuras de Tintín o del Capitán Trueno? (Es fácil imaginárselo con una corona de puntas, faldellín y el barril torácico al descubierto.) ¿No parece Putin un frío asesino a sueldo salido de James Bond? ¿No podría haber sido, incluso, el sicario que disparará al sonar los platillos en El hombre que sabía demasiado? ¿No se asemeja Sarah Palin, con su peinado picassiano lleno de picos, sus gafas raras, su desaliño a su pesar y su determinación fanática, a las espías del KGB ruso de las películas de la Guerra Fría? ¿No recuerda el actual Aznar al Inspector Clouseau que creó Peter Sellers, alternando ínfulas y patinazos? ¿No comparte modelo con Sarkozy, que se planta con sus coturnos, volando como SuperRatón, en cualquier rincón del mundo para "resolver un caso"? Sigan pensando y verán como hay motivos para alarmarse, ante esta ola de mimetismo irresponsable. Porque lo malo es que luego la vida va en serio, como descubrió Gil de Biedma.
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