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Columna
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Argumentos etnicistas

Permítanme que rebobine un poco la película, porque la velocidad a la que ésta se proyecta puede hacernos olvidar secuencias todavía bien recientes y, con ello, perder el hilo del guión.

Cuando, desde principios de la pasada década, irrumpió en la agenda política el asunto de la insuficiente financiación catalana, los dos grandes partidos españoles adoptaron, de modo alterno y sucesivo, una actitud crítica, refractaria u hostil ante la cesión a la Generalitat, primero, del 15% del IRPF, después del 30% de dicho impuesto, etcétera. Entre 1993 y 1996 el Partido Popular, acto seguido el PSOE, denostaron las cesiones del último Gobierno de González y del primero de José María Aznar, respectivamente, al chantaje de Jordi Pujol y pusieron en la picota la insolidaridad de Convergència i Unió. ¿Qué otra cosa puede esperarse -argüían desde Ferraz una vez perdido el poder- de una formación nacionalista y, por añadidura, de centro-derecha, o sea burguesa? Cuando la Generalitat tuviera un presidente de izquierdas, socialista, entonces el debate político, institucional y presupuestario Barcelona-Madrid, o Cataluña-España, adquiriría sin duda otro sesgo.

En Madrid creen que el grado de sumisión al PSOE depende del lugar de nacimiento o de las zetas del apellido

Ese momento llegó a finales de 2003. No con los rasgos exactos que habían imaginado algunos de quienes lo anhelaban, pero llegó; y Pasqual Maragall fue investido con el collar de Macià. Sin embargo, bien pronto la cúpula del PSOE y sus entornos intelectuales empezaron a ser presa de una cruel decepción: el Maragall presidente, abanderado de las demandas neoestatutarias, resultaba para el socialismo español otra vez gobernante tan antipático y perturbador como Pujol. Incluso más, porque mientras a éste se le podía despachar con el doble epíteto de conservador y fenicio; en cambio, Maragall, el mítico alcalde de la modernidad olímpica, era uno de los nuestros.

Desde el Manzanares cundió pronto una explicación oficiosa a esta extraña metamorfosis: Maragall se había vuelto nacionalista y arrastraba al PSC por el mal camino. Después de todo -precisaban los más eruditos-, ¿qué otra cosa cabía esperar de esas élites de Sant Gervasi, de esos hijos de pintores o nietos de poetas, tan ajenos a la sensibilidad obrerista de los votantes del Baix Llobregat? De ahí -estoy esquematizando- la apuesta de La Moncloa por desembarazarse de Maragall y poner en su lugar a José Montilla; al mismo Montilla al que, poco antes, el entonces ministro Jordi Sevilla había descartado por charnego. Su itinerario de Iznájar a Cornellà, con escala en el marxismo-leninismo antifranquista, parecía inmunizarle contra el tenaz y contagioso virus del nacionalismo catalán. Con él en la plaza de Sant Jaume, la tranquilidad de Ferraz quedaría garantizada.

De eso han pasado apenas dos años pero, tal como están las cosas, parecen dos siglos. Alrededor de la nueva financiación autonómica, las relaciones entre el PSC y el PSOE han alcanzado un nivel de tensión desconocido desde el debate de la LOAPA en 1981. Y Montilla pronunció su ya célebre discurso del 20 de julio: "Te queremos mucho, José Luis, pero queremos más a Cataluña". Y la mera incertidumbre sobre el voto de los 25 diputados del PSC en el Congreso a los Presupuestos Generales para 2009 ha disparado en Madrid todas las alarmas, incluso todas las histerias.

Tanto es así, que el otro día, en Rodiezmo, dieron suelta a Alfonso Guerra en el rol de cancerbero de las esencias, de homólogo de Aznar en el otro hemisferio político. Y el ex vicepresidente, pañuelito rojo al cuello, acusó sin nombrarlos a Montilla y al PSC de egoísmo, insolidaridad y chantaje -los reproches clásicos contra Pujol-, de traición a la causa del socialismo por defender con tanto ahínco los intereses de la financiación de Cataluña y por hacerlo -¡pecado nefando!- de modo unitario, juntas "la izquierda y la derecha". "¿Qué queréis? ¿Qué vuelva a gobernar el PP con los nacionalistas?": ese fue el argumento supremo de don Alfonso para desarmar la beligerancia de sus correligionarios catalanes.

Ha habido otras reacciones más sofisticadas, pero por eso más inquietantes. Ciertos columnistas de la Villa y Corte no entienden cómo es posible que, apellidándose Montilla o Zaragoza, los dirigentes del PSC se atrevan a sostener que éste es un partido distinto e independiente del PSOE. Según tal criterio de análisis -que no cabe calificar más que de etnicista-, el grado de sumisión orgánica a Madrid dependería ante todo del lugar de nacimiento o del número de zetas en el apellido. Que los Obiols, Nadal, Maragall o Castells sean catalanistas más o menos díscolos, pase; es algo que debe sufrirse como una tara genética. Pero que desafíen al PSOE los Montilla, De Madre, Pérez y Zaragoza, eso contradice los orígenes y bordea la apostasía.

De acuerdo con esta asombrosa clave de lectura -asombrosa en la pluma de personas inteligentes y progresistas-, los éxitos del PSC en las urnas desde 1977 se sustentan sólo sobre el magnetismo ideológico-identitario que Felipe en su día, Zapatero hoy, ejercen entre las masas trabajadoras de expresión castellana. Sin ellos, la tarea gestora de tantos alcaldes socialistas desde Girona a L'Hospìtalet y de Lleida a Sant Adrià, la formidable labor de construcción de partido impulsada pacientemente desde la calle de Nicaragua, no habrían servido de nada. Con lo cual la moraleja, o la amenaza, es transparente: si, arrastrado por sus veleidades nacionalistas, el PSC perdiese el apoyo de la marca PSOE y de su secretario general, no volvería a comerse una rosca electoral en la vida.

No, no está siendo ni será nada fácil resistir estas presiones. Pero el socialismo catalán ha llegado ya tan lejos, que un retroceso brusco podría serle devastador.

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