Contenida celebración oficial
La imagen que acompaña estas líneas cerró el acto oficial del Onze de Setembre en la Ciutadella, y fue como una metáfora de todo lo que allí ocurrió: los castellers de Sant Cugat solos, detrás del cordón de mossos que impedía acudir a fer pinya. Ciertas estampas deberían cuidarse más, especialmente cuando la convocatoria se hace al amparo de la participación ciudadana.
Menos gente que otros años: la escasez de puentes en el calendario laboral sin duda convirtió a éste en un bien preciado para despedirse del verano huyendo de las ciudades. Menos banderas al viento, también: salvo la oficial, llegada de Ripoll, las demás, en su mayoría estelades -ese aire cubano, nacido hace justo un siglo-, servían de capa a jóvenes con camisetas negras o de acomodo a los más mayores para tumbarse sobre la yerba de los parterres.
Fue una ceremonia contenida, canónica, sobria. Pocos se unieron a cantar Els segadors: la versión que ofrecieron la orquesta de la Esmuc y el Cor de Cambra del Palau sonó poco invitante. Funcionó mejor el Cant de la senyera, menos agrio y violento. Como también ambientaron bien las sardanas de concierto que se escucharon (Serra, Toldrà, Garreta): nacionalismo amable y civilizado, melodía para un sueño noucentista que hoy parece especialmente lejano. La nota cálida la pusieron las palabras de Mercè Rodoreda, procedentes de sus cartas -tranches de vie de una existencia atormentada-, recitadas por Alba Pujol, y la voz profunda y envolvente de Lídia Pujol con dos canciones populares. No hubo más.
La simplificación y el rigor le convienen a un acto solemne como éste. Pero no iría mal buscar una mayor proximidad: los políticos a la sombra y el pueblo al sol, sofocante y enganchoso como el de ayer, tampoco configuran una simbología muy feliz. Eso sí, siempre preferible al concurso de silbidos en que se ha convertido la ofrenda floral a Rafael Casanova.
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