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El poeta de Piamonte
Columna
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¿Y después?

Juan Cruz

"Los suicidios son homicidios tímidos". Eso escribió Cesare Pavese el 17 agosto de 1950; 10 días más tarde se quitó la vida, en un hotel de Turín, donde vivía. Antes, el 18 de agosto, apresado por la desilusión amorosa, repitió algunas de las ideas que parecían obsesiones en sus diarios secretos: "Siempre sucede lo más secretamente temido. Escribo: oh tú, ten piedad. ¿Y después?". ¿Y después?

Escribió una poesía con 22 años que aludía a un revólver con el que se mató
El dolor era su peso, y su vuelo; lo subrayó el amor, hasta el suicidio
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El dolor era su peso, y su vuelo; lo subrayó el amor, hasta el suicidio. "Basta un poco de valor". Ella, una actriz, Constance Dowlinh, Connie, le prometía y le deshacía la esperanza, y él se fue ahondando en la nada. "Todo esto da asco. No palabras. Un gesto. No escribiré más". Eso fue lo último que escribió. Ángel Crespo, que escribió el prólogo de la edición española de este diario implacable (El oficio de vivir, Seix Barral), narra así esa premonición que marcó hasta la herida final la vida de Pavese: "Desde los 17 años (...) tuvo la premonición de su suicidio, lo que le llevó a escribir a últimos del año 1926 o principios del siguiente una poesía en la que hablaba del revólver con el que había de quitarse la vida".

Como si el tiempo ya hubiera ocurrido, estaba encerrado en la burbuja de la huida. "Te dicen", escribió el año antes de su suicidio, "tienes 40 años y ya lo has logrado, eres el mejor de tu generación, pasarás a la historia, eres extraño y auténtico... ¿Soñabas otra cosa a los 20 años?".

"Tenías 20 años y eras sincero", decía Vasco Prattolini en Crónica de los pobres amantes. La vida (la vida literaria, la vida en el Partido Comunista, que le fue tan esquivo, la vida editorial) le fue poniendo oscuras telas de cebolla a aquellas ilusiones difíciles. Y ya era un hombre esquivo que nunca había querido ser adulto. En un hermoso relato (en el que no lo nombra, pero se le adivina), Natalia Ginzburg (Las pequeñas virtudes, Acantilado) le describe luchando contra el tiempo, silencioso: "Algunas veces estaba muy triste, pero durante mucho tiempo nosotros pensamos que se curaría de esa tristeza cuando se decidiera a hacerse adulto, porque la suya nos parecía una tristeza como de muchacho, la melancolía voluptuosa y despistada del muchacho que todavía no tiene los pies sobre la tierra y se mueve en el mundo árido y solitario de los sueños".

Era, decía la Ginzburg, que fue su amiga, sobrio, modesto y generoso, pero tenía la picadura de la vanidad, que iba y venía, y cuando venía hallaba en él un muro que se preguntaba: "¿Y después?". Ésa fue la pregunta de su vida, acaso la que le condujo a la desilusión final y fatal. Murió en verano, decía la Ginzburg, "como un forastero", en un hotel de su propia ciudad. Había escrito, feliz, eso decía, un libro que sale ahora otra vez (Entre mujeres solas, Lumen), pero el hastío le hizo renegar de su satisfacción, y ahí vino otra vez la pregunta imprescindible de su vida, y la que explica su muerte: "¿Y después?". Cometió sobre sí mismo un homicidio tímido, real, ya él no fue literatura. ¿O lo fue entonces del todo?

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