La gran invasión
Sin que ningún cabeza de huevo, analista político o sociólogo de guardia lo anunciara siquiera tres días antes, la noche del 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín. Después de 28 años, aquel costurón de cemento pintarrajeado con signos neuróticos fue derribado y comenzó a ser vendido como turrón a los turistas. Algunos vestíbulos de grandes bancos y empresas multinacionales se adornaron con fragmentos del muro en forma de esculturas, los intelectuales ensartaron algún cascote como emblema de la libertad en sus librerías y muchos de estos pedruscos se exhibieron sobre un terciopelo, compartiendo la seducción de las esmeraldas, en las vitrinas de las joyerías de la Kudam donde se reflejaban las prostitutas de superlujo y seres guapísimos de la terraza del café Möritz.
Por los primeros boquetes penetraron sin resistencia largas cuerdas de mendigos
El domingo 1 de julio de 1990, el Check Charlie Point fue allanado por las autoridades para que pudieran cruzar oficialmente los berlineses a uno y otro lado. Aquel día se produjo el hecho que durante la guerra fría tanto se temía: las tropas del Pacto de Varsovia comenzaron a invadir la Europa capitalista. A través de los primeros boquetes del muro, penetraron sin resistencia en Berlín Occidental largas cuerdas de mendigos rumanos, búlgaros y polacos a pedir limosna a los elegantes caballeros que salían de la Filarmónica y a las exquisitas damas de Charlottenburg que tomaban tartas de manzana. De noche, este ejército dormía en infames cajas de cartón o en carromatos de zíngaro. Era la primera avanzadilla. La gran invasión había comenzado.
En medio de una gran explosión de lujo, nuevas oleadas de pobres llegados de otros países del Este, que no habían conocido la libertad de comercio, levantaron tenderetes en la Puerta de Brandeburgo para vender cascotes del muro pintados de rojo, verde y azul junto con las cabezas degradadas de Lenin y de Stalin, y las gorras, estrellas y medallas de militares soviéticos a precio de saldo. Ese domingo, la casa Mercedes abrió distintas salas de exposiciones para que los berlineses del Este, que habían visto brillar durante años la estrella del coche en lo alto de un rascacielos como estandarte del capitalismo, pudieran acercarse con sus zapatones de plástico a acariciar la chapa de esas máquinas soñadas. Lo hacían como si fuera la piel de una amante mucho tiempo esquiva, dispuesta ahora a entregarse.
La invasión de las tropas del Pacto de Varsovia se extendió muy pronto por el resto de Europa sin otro gesto hostil que el hecho de bajar la cabeza. Lentamente, los túneles de las ciudades de Occidente, los jardines públicos y las escalinatas de los monumentos se convirtieron en deprimidos cuarteles de un ejército cuyos soldados tocaban el acordeón melancólico en la entrada de los supermercados o formaban orquestinas de viento con el sombrero de fieltro marrón hasta las orejas y un plato en los pies en las calles peatonales. La pobreza del Este había formado un solo río con diversos brazos que vertía su caudal en el espacio mantecoso de la Comunidad Europea, donde todo el firmamento era un tocino de cielo. Al principio traían la humildad de los mendicantes, pero mucha gente ya temía que cada uno de sus estómagos vacíos pudiera convertirse muy pronto en una bomba de espoleta retardada.
Muchos de estos invasores eran extremadamente cultos y se pusieron a servir en las casas como criados. En España, la chica polaca se colocaba los cascos para escuchar La muerte y la doncella, de Schubert, mientras fregaba los platos en la cocina. En ese momento, su señora estaba viendo un programa infecto de televisión en el que una golfa impresentable cobraría veinte millones por contar la tremenda paliza que le había propiciado su novio. El marido de la criada era ingeniero aeronáutico por la politécnica de Varsovia. Trabajaba para un millonario analfabeto de Somosaguas, que lo utilizaba de jardinero y mecánico, y también para pasear al perro. Hablaba cuatro idiomas y, si bien adoraba el alemán de Hermann Hesse, ahora estaba perfeccionando el castellano con los cuentos de Borges, que leía al volante del coche cuando su señorito, un distribuidor mayorista de tripas de res, lo dejaba esperando en segunda fila las tres horas que dedicaba a jugar al mus en una tasca con los amigos.
Primero fueron los mendigos, después los criados ilustrados, luego las prostitutas y las mafias; a éstas siguió una leva de mano de obra barata muy competente y servicial. Con la caída del muro se esfumó el enemigo comunista, pero las tropas del Pacto de Varsovia dejaron instalado en el seno de Occidente este principio revolucionario: a partir de ahora serán los trabajadores los que se explotarán a sí mismos, sin que el patrón intervenga, en la brutal batalla por un puesto de trabajo. Los rusos blancos que huyeron de la revolución soviética de 1917 acabaron en su día con todas las ostras de París. Los intelectuales agoreros se preguntan si habrá ostras para todos los nuevos esclavos.
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