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Columna
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Lateros

Es uno de los conflictos del verano: la proliferación de lateros en la costa. Los lateros son esos esforzados individuos que recorren las playas con un balde lleno de latas de cerveza y de refrescos. Se desgañitan anunciando su mercancía, se deshidratan surcando los arenales. Los sedientos bañistas alzan la mano y el latero acude prestamente con el género, lleno de sabores industriales y burbujas congeladas. La pujanza de este negocio molesta a mucha gente. Los hosteleros y los propietarios de chiringuitos han puesto el grito en el cielo y denuncian esa febril actividad como una forma de competencia desleal. En Cataluña el conflicto se ha agravado. Los hosteleros exigen que la Guardia Urbana impida el trabajo de los lateros, y la Asociación de Chiringuitos (en serio: la prensa asegura que existe una Asociación de Chiringuitos) ha elevado sus protestas al Ayuntamiento de Barcelona.

Vivimos en una sociedad intervenida donde se confunde el orden social con la policía económica

Vivimos en una sociedad intervenida donde los derechos se confunden con los privilegios y el orden social con la policía económica. A los propietarios de chiringuitos les parece intolerable que nuevos emprendedores se lancen a la playa y ofrezcan a los bañistas un eficaz servicio que podría denominarse, más que puerta a puerta, un servicio toalla a toalla. Los bañistas están encantados con el trabajo de los lateros, pero los propietarios de chiringuitos, de estar, están que trinan: ellos pagan impuestos y exigen que la policía persiga a sus competidores.

Lo de pagar impuestos es un mérito relativo, pero lo de impedir la libre competencia es una conducta parasitaria. La aversión con que los hosteleros estivales reciben a los lateros es injustificable. Los lateros dan mejor servicio (ni siquiera eso: los lateros dan un servicio distinto, pero tan necesario como el de aquéllos) y lo dan a buen precio. La gente que frecuenta la playa recurre a los lateros de forma voluntaria, pero los empresarios de hostelería, en vez de luchar por su clientela mejorando el servicio, recurren a un arma más cómoda, más eficaz: la policía. Quizás los lateros deberían pagar impuestos. Esa es, en su caso, la única ventaja que se podría considerar injusta. No obstante, conviene recordar que los hosteleros defienden los impuestos, pero no lo hacen, realmente, por un interés público de orden tributario, sino por un interés privado de orden empresarial. Les preocupa la caja, pero no la del Estado: les preocupa la del bar.

El asunto de los lateros no es un sainete costumbrista: también guarda vertientes trágicas y dolorosas. Hace algunos meses un inmigrante rumano se inmoló públicamente en Castellón porque no conseguía trabajo. Tras años de sinsabores en España, quería regresar a Rumania y necesitaba cuatrocientos euros para hacerlo. Desesperado, se prendió fuego en medio de la calle y falleció a los pocos días. Entonces fue el concierto de hipócritas lamentos, las elegías periodísticas y radiofónicas, las lecciones de moralina social y el alud de políticos en busca de la viuda, para entregarle los cuatrocientos euros por los que su marido había perdido literalmente la vida. Pero lo que se escribió en letra muy pequeña, lo que se dijo en voz muy baja, es que el inmigrante en cuestión había intentado ganarse la vida vendiendo bebidas en la playa, hasta que la policía impidió que siguiera haciéndolo por no contar con la oportuna "licencia".

Los países que impiden a las personas trabajar, los países hipócritas y decadentes donde es muy fácil conseguir una ayuda social, pero muy difícil conseguir un permiso de trabajo, son países que no merecen la pena.

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