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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Sobre récords, mondas de patatas y decimales

Rosa Montero

Los récords Guinness siempre me han parecido absurdos y ridículos, cuando no patéticos. Pero hay que reconocer que ese listado de hazañas excéntricas conecta con algo muy profundo del corazón humano, con ese rinconcito estrafalario que todos tenemos. Y con nuestras ansias de triunfar y destacar. Con el anhelo de ser reconocido por los demás como alguien único. La genialidad del Guinness, la clave de su éxito, consiste precisamente en haber concedido rango de proeza a cualquier necedad o disparate. Es decir, en haber democratizado la excelencia. Da igual que seas joven o viejo, obeso o anoréxico, un paralítico o un atleta: siempre podrás encontrar alguna cosita tonta en la que destacar. Récord en la ingestión de manzanas verdes sin levantarse de la cama. Récord en el cierre de sobres mojando la goma con la lengua. Récord en número de patatas peladas sin romper las mondas. Todo puede servir para entrar en el Guinness, y aunque sea una chifladura descomunal contará con la prosopopeya de los jueces, con mediciones precisas y todos los formalismos pertinentes. Como si se tratara de algo grande y serio.

El primer récord que debería apuntar el libro de los récords es su propio éxito, la clamorosa popularidad que semejante iniciativa tiene en todo el planeta. En un viaje a China, hace quince años, estuve en un templo viendo un precioso buda, uno de los escasos tesoros de la antigüedad que se salvaron de la destrucción general llevada a cabo durante la Revolución Cultural. Era una pieza primorosa y milenaria, pero lo que parecía enorgullecer más a los chinos, porque era lo único que resaltaban en una placa de bronce atornillada a la puerta de la capilla, era que la estatua había entrado en el Guinness por ser el buda más grande tallado en una sola pieza de madera. Desconsolaba constatar esa entronización de lo banal sobre el patrimonio histórico y artístico, pero, claro, en China estaban hartos de contemplar budas (y de destruirlos), mientras que lo del libro de los récords les debía de parecer la bomba de moderno y novedoso. Así de caprichosos somos los humanos, y así de arbitrarias nuestras valoraciones de las cosas.

Lo más interesante de estos récords es que suelen llevar detrás un trabajazo inmenso. Hace falta pelar muchísimas patatas durante muchos años para ser la persona que logra más mondas sin romper de todo el mundo, pongamos por ejemplo. Vaya afición demencial y vaya vida, pela que te pela como un poseso. Nos abruma tanto el enigma y el breve fulgor de la existencia que no sabemos qué hacer para encontrarle un sentido a esta cosa rara que es vivir. De ahí, quizá, que haya tantos obsesivos. O tantas obsesiones. Empeñarse en un afán que consume tus días debe de resultar consolador frente al vacío; y si encima te lo reconocen, mejor que mejor.

A lo largo de los siglos infinidad de personas se han impuesto retos de este tipo, unos más útiles, otros más excéntricos. Por ejemplo, en el siglo XIX, un inglés aficionado a las matemáticas llamado William Shanks empleó quince años de su vida en sacar decimales de Pi, ya saben, ese maldito número irracional que parece mágico, porque interviene en montones de cálculos. Shanks dedicaba las mañanas enteras a calcular las cifras y las tardes a revisar el trabajo de la mañana. Y así durante más de tres lustros, hasta que en 1873 publicó una lista con 707 decimales. Fue una proeza matemática, pero en 1944 se revisaron sus resultados con calculadoras mecánicas y se descubrió que Shanks se había confundido en el decimal 528, y a partir de ahí en todos los demás. En fin, sé que la ciencia y la sociedad avanzan así, con tipos como Shanks capaces de hacer ese esfuerzo mental sobrehumano, pero no puedo dejar de pensar en ese hombre que dedicó media vida a encontrar números a la derecha de una coma para además acabar equivocándose, y me parece todo bastante raro. Esa maniática rareza es la que explota el Guinness. Claro está que no se puede comparar el récord de comer más salchichas que nadie en menos tiempo, por ejemplo, con la proeza de un matemático brillante; pero por detrás de ambos retos late la misma capacidad obsesiva, el mismo solipsismo, la necesidad de reconocimiento, el loco empeño de hacer algo distinto y de creerte único.

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