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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Siglos de desperdicio

Javier Marías

Estoy viendo en DVD una serie reciente de televisión, Mad Men, uno de cuyos atractivos es que la acción transcurre en 1960, es decir, justo antes de que todo cambiara, con el auge de la Guerra Fría, el asesinato de Kennedy, la aparición de los Beatles y demás. En ese año yo cumplí nueve, así que recuerdo la época bien. Pero nunca es lo mismo vivir las cosas cuando son contemporáneas -cuando son lo último, y lo que hay- que verlas a distancia y recreadas en una ficción, o incluso "reconstruidas" con afán arqueológico. En ese aspecto la serie está cuidada y es verosímil, algo por otra parte sin excesivo mérito, ya que hay millares de películas de aquella década, algunas tan célebres como El apartamento, con la que comparte el ambiente oficinesco de una gran empresa de Nueva York, en este caso una agencia publicitaria de Madison Avenue (de ahí el título, que no significa sólo "Hombres locos" o "enfadados", sino también "Hombres de Madison").

Al contemplar "objetivada" esta época por mí vivida -aunque como niño-, lo que más extraña y llama la atención son las mujeres, pero no sólo por el trato que los varones les daban, sino por el tipo de existencia que llevaban o se veían forzadas a llevar, y hasta cierto punto sorprende comprobar que las de la serie -ame¬¬ricanas burguesas- parecen, en contra de la creencia generalizada, levemente más atrasadas y convencionales que las europeas de aquel tiempo (siendo España caso aparte, pues bajo el franquismo, como quizá ya ignoran las generaciones más nuevas, las mujeres no podían sacarse el pasaporte, abrir una cuenta corriente ni trabajar sin la autorización del marido, y se exponían a ir a la cárcel si cometían adulterio o abandonaban el hogar: en verdad eran prisioneras, cautivas, más que "menores de edad", como se ha dicho tantas veces). Las europeas habían padecido una guerra en su territorio, y durante aquel periodo, el de guerra, habían salido de sus casas y se habían puesto manos a la obra. Terminada la contienda, ya no fue fácil confinarlas a sus papeles de meras esposas y madres, y empezaron a incorporarse más o menos masivamente al trabajo (sigo hablando de las burguesas, las de la clase obrera llevaban mucho incorporadas a las fábricas y los mercados y a las faenas del campo). Las americanas, en cambio, se habían limitado a "esperar" durante la Segunda Guerra Mundial, sin ataques ni invasiones en su país, y en ese sentido no habían visto variar mucho sus costumbres.

En Mad Men las más jóvenes trabajan -como secretarias con alguna excepción, como también recuerdo que trabajaban las amigas de mis padres mientras permanecían solteras, y las que así se quedaron siguieron haciéndolo siempre. Pero con vistas a retirarse en cuanto consigan casarse, porque lo cierto es que las ya desposadas no parecen hacer nada más que cuidar de los niños, del marido -cuando aparece- y de la casa. Vistas desde ahora, no sólo dan la impresión de aburrirse infinitamente, sino de resultar aburridísimas para sus maridos. Con apenas qué contar fuera de los problemas y contratiempos domésticos, recluidas en el mundo infantil y del vecindario, sin mucho más que hacer en la vida aparte de aguardar la llegada de sus cónyuges, convertidos en la única ventanita -indirecta- por la que conocían el mundo exterior. No es de extrañar que, cuando los hijos ya estaban crecidos y se largaban, esas mujeres padecieran unas depresiones brutales, no sólo por verse desprovistas de su principal tarea, sino por darse cuenta de que a lo largo de sus existencias adultas no habían adquirido ningún interés propio y duradero, es decir, que no dependiera de la presencia de los demás. Bien es verdad que la capacidad de resistencia y de adaptación de las mujeres ha sido siempre superior a la de los varones, y por eso se dice -y es bastante cierto- que no hay viuda triste durante mucho tiempo: se amoldan, saben buscar y hallar distracciones, se suscitan curiosidades nuevas, por peregrinas que sean a veces.

Pero no deja de producir una enorme desazón recordar de pronto, a esta luz, a las numerosas mujeres que uno conoció de niño y de adolescente, a las que quizá no dedicó un solo pensamiento entonces, a las que "dio por sentadas" como esposas de alguien o madres de sus compañeros, en cuyas vidas personales jamás reparó. Y, a la vista de la privilegiada situación -comparativamente- de sus actuales congéneres, le resulta difícil ahuyentar un malestar que podría resumirse en estas dos palabras: "Qué desperdicio". Cuántas existencias pasivas o contemplativas, cuántas presididas por la inagotable espera, cuántas por la exigua visión del mundo a través de un ventanuco, cuántas tediosas e insatisfechas y hartas, cuántas dedicadas a procrear y a proteger y a formar a los jóvenes miembros de la especie, tarea admirable, pero limitada y con fecha de caducidad. Y cuántas mujeres que además, por su carencia de horizontes, habrán aburrido a sus maridos hasta la náusea y en consecuencia habrán sido abandonadas por ellos, demasiado tarde. Con lo divertidas y listas que son muchas ahora, o lo han sido siempre que han podido o se han atrevido a asomar la cabeza y el cuerpo entero. Imaginar hoy a una mujer que por elección no trabaje, o sin vida propia, produce bostezos, y se los debe de producir ella a sí misma. Cuántos siglos de sacrificio imbécil y de desaprovechamiento. Cuántos de desperdicio.

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