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Reportaje:DANZA

Trabajo duro y grandes esperanzas

La suerte está echada. La aventura ha comenzado y no hay marcha atrás. Con un frío pelón y una lluvia precedente que hizo temer lo peor, la suspensión de la representación, el ballet de Ángel Corella (Madrid, 1974) comenzó el pasado viernes su andadura, un proceso que se antoja largo, complejo y arduo.

El primer paso ha sido certero, sorpresivamente esperanzador. De entrada, Corella apuesta alto, tanto al repertorio como en las perspectivas de funcionamiento. Me atrevo a decir que es una experiencia inédita incluso en la Europa contemporánea, donde todas las grandes agrupaciones llamadas clásicas (o mejor expresado, académicas) dependen de grandes instituciones públicas o de entes líricos de tradición.

De entrada, Corella apuesta alto, tanto en repertorio como en funcionamiento

El programa del debú ha sido de formato medio alto y responde a la reciente tradición del ballet contemporáneo neoyorquino que el propio director ha bailado dentro del repertorio activo del American Ballet Theatre (ABT). Y se ve claro que la nueva agrupación va a transitar intentando pisar sobre las huellas estéticas y estilísticas de la norteamericana, algo que a primera vista podría hasta resultar peregrino y poco realista. Pero han trabajado duro, hay ya cierto empaque coral y la función discurrió con gran energía colectiva. Y hay ingredientes comunes con ABT: multinacionalidad de la plantilla, desenfado interpretativo y arrojo en lo técnico. Falta hacer historia.

Abrió la obra de Clark Tippet (Parsons, Kansas, 1954), que fue él mismo un elegante partenaire y un rápido bailarín, diestro en aquello de bordar la bravura masculina que tanto gusta al público de la Gran Manzana. En sus tiempos bailaba todo bien, desde los grandes títulos a las creaciones modernas, y ahora, en su materia coréutica propia está todo eso. Usa la música de Bruch con un sentido de consonante balanchiniana. Es absurdo denominarlo neoclásico (eso era en los tiempos de Vestris y Viganó en el XVIII: no vale una traducción literal del inglés que lleva a equívocos), en cualquier caso, paso por llamarlo neosinfónico, en un lirismo glamouroso lleno de acentos verticales con un delicioso perfume de czardas (Tippet era muy bueno en Coppelia). Fue lo mejor de la noche y llegó a ser emocionante, con esos tutús transición que Karinska resucitó en su día y para siempre, y con toda la plantilla gozosa, especialmente la cubana Adyaris Almeida, y la norteamericana Ashley Ellis siguiendo la muy compleja música de Max Bruch (Cologne 1838 -Friedenau, 1920). Los chicos hicieron lo suyo y darán más de sí. Se ve.

Le siguió Clear de Stanton Welch (Melbourne, 1969), a mayor gloria del baile masculino, donde Corella mismo desgranó sus giros y nervio escénico con brillantez en una obra sentimentaloide y menor que se salva por la indiscutible calidad de los ejecutantes y el testimonial vestuario de Kors y un cierto desarrollo sincopado a Bach.

Cerró la pieza de Twyla Tarp, que marcó en su momento el formato del ballet concerto desde la óptica de la modernidad con diversa fortuna, pero esta obra escogida por Corella ya fue en su día un éxito clamoroso de público y crítica que vieron en ella algo desacralizador y revolucionario, hasta revulsivo, que aún conserva, amén de la brillante música tardominimalista y obsesiva de Philip Glass (Batilmore, 1937) en que se apoya. La compañía se volcó en un despliegue veloz, de repeticiones y disfrute que buscaban un feroz contra-eje fuera del centro, por paradójico que suene.

El tenaz público que llenaba la grada levantada en el Patio de Herradura, marco ideal donde los hubiera para el gran ballet, aguantó estoico (hubo que empezar casi una hora tarde por los efectos de la lluvia) y aplaudió generosa y merecidamente a los debutantes. Pero a quien hay que aplaudir también es a quienes han abierto las puertas a Corella cuando tocó, inasequible al desaliento, a sus puertas, la Junta de Castilla y León, primero entre los pocos.

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