España, en guerra contra el hambre
La ayuda española a la lucha contra la pobreza en el mundo aumentó significativamente en los primeros años de Zapatero. Ahora que corregir errores como el exceso de actores y de dispersión de bojetivos.
Han sido diversos los analistas que han expresado un juicio crítico acerca del, en su opinión, limitado perfil que la política internacional tuvo en el anterior Gobierno de Rodríguez Zapatero. Hay, sin embargo, un campo al que es difícil extender ese juicio: la cooperación para el desarrollo. Desde su constitución en la pasada legislatura, el Gobierno socialista ha tratado de hacer de la lucha contra la pobreza mundial una de sus señas de identidad. El propio presidente personalizó este empeño en Naciones Unidas, a los pocos días de su toma de posesión; y recientemente lo ha vuelto a hacer en una conferencia convocada para dar a conocer su política internacional. Nunca antes ese compromiso había sido tan explícito, ni había sido expresado a tan alto nivel: justo es reconocerlo. En correspondencia, el sistema de cooperación vivió en estos últimos años un intenso proceso de cambio. No siempre los propósitos se ajustaron a una razonable estimación de capacidades, ni en todos los casos se advirtieron los requerimientos técnicos y de gestión que el proceso requería. El comienzo de esta nueva legislatura puede ser un buen momento para reparar en ello.
España quiere hacer de todo y en casi todas partes. Es excesivo establecer a 50 países como prioritarios
Los diplomáticos tienen demasiado protagonismo en la dirección de la cooperación española
Ha de empezar por reconocerse que es mucho lo avanzado. La manifestación más visible de ese proceso la proporciona el intenso crecimiento de la ayuda. En 2003, el año anterior al primer triunfo electoral de Rodríguez Zapatero, la cooperación española cerraba el ejercicio con una Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) equivalente a algo menos de 2.000 millones de dólares; en 2007 la AOD superó los 5.700 millones: es decir, en apenas cuatro años los recursos, medidos en dólares, casi se triplicaron, convirtiendo a nuestro país en el séptimo donante del mundo. El coeficiente de AOD sobre el PIB, que mide el esfuerzo de los donantes, siguió similar trayectoria, pasando de un modesto 0,23% al 0,41% actual. Como consecuencia, el esfuerzo español no sólo supera hoy holgadamente el promedio del resto de donantes de la OCDE, sino también -por primera vez en la historia- el correspondiente a la media de la UE.
La expansión de recursos fue acompañada de otros cambios relevantes en la orientación de la ayuda. Rompiendo con la tradición autárquica que había caracterizado a la cooperación española, el Gobierno decidió implicarla más activamente en la promoción de respuestas cooperativas a escala internacional. Se sumó así a la agenda de los Objetivos de Desarrollo del Milenio y se animaron propuestas de diverso alcance como la Alianza de Civilizaciones o la Alianza contra el Hambre. Al tiempo, se recompusieron los lazos de confianza entre los actores sociales del sistema de cooperación, manteniendo en su seno un elevado nivel de consenso. Y, en fin, se trató de acompañar el crecimiento de la ayuda con una reforma parcial de los procedimientos de gestión, procediendo a una más exigente programación de sus acciones.
Pese a este importante impulso reformador, sigue habiendo carencias. Una primera es la excesiva fragmentación de la ayuda: un rasgo derivado de la presencia en su seno de múltiples actores que operan con notable autonomía. Además de la Administración central, los Gobiernos autónomos y las corporaciones locales están implicados en la política de ayuda, aportando algo más del 14% del total de los recursos. El surgimiento de este tipo de cooperación ha permitido enraizar respuestas solidarias en instancias más cercanas a la ciudadanía, pero a costa de dispersar la ayuda. No siempre estas instituciones han dispuesto, además, de los medios técnicos y humanos para garantizar una cooperación de calidad, por lo que buscaron en las ONG la vía preferente de canalización de sus recursos. Este hecho, unido al propio apoyo que la Administración central brinda a las ONG, ha originado que España sea uno de los sistemas de cooperación donde estos actores han alcanzado un mayor protagonismo. De nuevo, un factor que ayuda a explicar la fragmentación del sistema. Un cálculo modesto atribuiría a las ONG la gestión de cerca de un tercio de la ayuda bilateral bruta. Si ello contribuye a dotar a la cooperación española de una mayor sensibilidad y capilaridad social, también refuerza los niveles de dispersión de sus intervenciones. Conviene señalar que la fragmentación de la ayuda no sólo afecta a la eficacia y coherencia del sistema, sino también presiona a los gobiernos receptores, que ven multiplicado el número de sus interlocutores. Así pues, elevar la calidad y capacidad de impacto de la cooperación requiere mejorar la coordinación de actores, tanto en España como en los países donde se opera.
En segundo lugar, caracteriza a la cooperación española la falta de un perfil definido de prioridades. Se pretende hacer de todo y casi en todas partes. Mientras donantes más experimentados limitan su ámbito preferente de actuación a apenas una docena y media de países, España sitúa a medio centenar entre sus prioridades. Los esfuerzos de programación, si bien meritorios, no han ayudado a corregir este rasgo, al haber definido las estrategias más por vía de agregación que de selección. La mejora de la eficacia de la ayuda demandaría una política más selectiva, que defina de forma más cuidadosa las ventajas propias y asiente sobre ellas la contribución de España al sistema de cooperación internacional. La dinámica de expansión de recursos conspira, sin embargo, contra esta exigencia selectiva.
En tercer lugar, caracteriza al sistema público español su tendencia a convertirse en canalizador de recursos, más que en promotor de iniciativas de desarrollo. Es muy bajo el peso que tiene en su seno la ayuda programática, que es el núcleo más articulado y previsible de la actividad de un donante. Lo que revela la limitada capacidad de la cooperación española para afrontar intervenciones directas en los países beneficiarios; y, en cambio, confirma su recurrente búsqueda de fórmulas alternativas de más fácil desembolso (operaciones de deuda, financiación a ONG o apoyo a instituciones internacionales).
En estos años, una de las vías más socorridas para canalizar los nuevos fondos ha sido el apoyo al sistema multilateral. Se partía, bien es cierto, de un muy bajo nivel de presencia de España en este tipo de organizaciones, particularmente de Naciones Unidas, lo que obligaba a una acción correctora como la realizada. No obstante, no parece que se hayan sometido siempre las aportaciones a un análisis detenido de conveniencia, en función del mandato y eficacia de la institución beneficiada, ni se han creado las capacidades necesarias para hacer un seguimiento exigente de los programas acordados.
En todo caso, el crecimiento de la ayuda española no puede descansar en el recurso indefinido a la financiación multilateral. Es necesario asentar sobre bases propias la ampliación de la ayuda, lo que obliga a invertir más activamente en las capacidades del sistema. Una tarea que debe comenzar por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). No sólo requiere esta institución mayor agilidad operativa, sino también una cultura de trabajo orientado a resultados y una mayor dotación de personal técnico del que ahora dispone. La reserva casi exclusiva de los puestos directivos a personal diplomático, sin consideración de su previa experiencia en materia de cooperación, constituye una traba en la requerida profesionalización de la AECID que parece haber sobrevivido al empeño reformador.
Existe el compromiso, suscrito por todas las fuerzas parlamentarias, de alcanzar antes de 2012 el 0,7% del PIB en materia de ayuda al desarrollo. El presidente Rodríguez Zapatero lo reiteró en la presentación reciente de su política exterior. El tono del ciclo económico no va a facilitar la tarea, pero ésta se convertirá en imposible si no se superan las limitadas capacidades de gestión de nuestra ayuda.
Hacer realidad lo comprometido exige, por tanto, transitar de la externalización de recursos a la inversión en las propias capacidades humanas, institucionales y técnicas del sistema; de los gestos vistosos a la reforma paciente y silenciosa de la gestión. Si ese proceso impusiera un ritmo más lento a la expansión de los recursos sería una transacción aceptable, porque el objetivo no es crecer a toda costa (y a cualquier coste), sino generar un sistema de cooperación sólido y eficaz.
José Antonio Alonso es director del Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI) y miembro de Committee for Development Policy de Naciones Unidas
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