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Columna
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La 'federofobia' en Europa

La negativa irlandesa al Tratado de Lisboa y la desafección creciente a la Europa política corresponden al auge cada vez mayor del nacionalismo de los Estados, que, apoyado en la fervorosa identificación étnica y/o cultural con sus países, condenan a la inexistencia ciudadana a los no connacionales. Por eso, no sólo asumo, con honra aunque con pesadumbre, los calificativos de "ignorante supino y demagogo" con que nos obsequia el jefe del Gobierno español a los que no nos conformamos con la letra pequeña y rechazamos la directiva europea de la inmigración, sino que reclamo otros adjetivos más agraviantes para quienes, como yo, consideramos que, desde una opción de progreso, la aceptación de la directiva, sólo negada por Pepe Borrell, Raimon Obiols y parte de sus compañeros europarlamentarios, es de un oprobioso posibilismo.

Ya sabemos que los tiempos son propicios a las histéricas reacciones fóbicas contra aquellos que seguimos defendiendo la necesidad de las comunidades abiertas y del federalismo solidario, sea éste europeo o de cualquier otra referencia macro-regional, con la circunstancia degradante de que hace ya tiempo que toleramos sin sangre que un parafascista como Le Pen nos motejase de federastas, al igual que aceptamos, casi sin rechistar, un Tratado Constitucional que consagra el triunfo total de la Europa de los Estados. Tratado que transformó la UE en un matrimonio de conveniencia que, como precisó el líder ultraconservador Václav Klaus, entonces presidente del Gobierno de su país, se mantiene mientras convenga a los intereses del partido al que se pertenece y se le pone fin cuando ya no interese. Con lo que la construcción de Europa se somete a una doble y lamentable contabilidad coste-beneficio, por una parte, al servicio de las grandes empresas, y, por otra, de los grandes partidos.

Es evidente que en ese planteamiento no caben ni los avances, ni siquiera las pequeñas alegrías en materia social, ni ningún recorte significativo al poder de los Estados. Para los primeros, basta con recordar la función de cancerbero que cumple el Banco Central Europeo, defendiendo la ortodoxia monetaria y el Pacto de Estabilidad, vigilancia que nos ha impedido ir más allá de lo que ya teníamos en la Carta Social Europea de Turín del año 1961 o en la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales de los trabajadores de 1989. Para los segundos, el Tratado Constitucional confirma el primado de la lógica estatal sobre el principio comunitario, y la expresión federalismo intergubernamental con que se le ha caracterizado celebra el pleno triunfo de los Estados, que se reservan la totalidad de las decisiones, que además deben ser unánimes para todos los temas capitales como la PESC, la fiscalidad, la autonomía del BCE, todos los asuntos sociales, la reforma de la Constitución, etcétera. Pero donde el Tratado autodelata con más claridad su condición intergubernamental es en el tratamiento de la Comisión, que, entre todas las instituciones europeas, es la única que, de alguna manera, tiene resabios metagubernamentales, al intentar reducirla a un simple secretariado ejecutivo. A dicho fin se prevé el aumento de casi el 50% en su contenido de trabajo, pero se mantienen, en cambio, constantes tanto los presupuestos de funcionamiento como el staff funcionarial, y se encarga al vicepresidente Kinnock la creación de agencias reglamentarias para que asuman las actividades hasta entonces a cargo de la Comisión. Es decir, se sustrae aquello que era ya de estricta responsabilidad comunitaria.

Europa es hoy una de las primeras áreas económicamente integradas del mundo, y su capacidad comercial, industrial y de servicios, su economía del conocimiento, su potencia tecnológica, su arsenal informático, sus niveles de consumo, la sitúan en el pelotón mundial de cabeza. Pero esos logros se han conseguido destruyendo el modelo de sociedad que se buscaba: un paro que no cesa, un medio ambiente múltiplemente agredido, una dramática precariedad social, una implosión de la solidaridad que ha generalizado la exclusión social, una, hoy por hoy, irrecuperable regresión europea. A la que el sarkoberlusconismo, que es el sistema que nos amenaza, añade el Estado-empresa y la democracia-competitiva, con la importación literal al mundo político de las tecnologías del mercado y el evangelio de la eficiencia, fundiendo en el com-management el dogma empresarial con la teatralización mediática. De ello me he ocupado con cierto detalle en mi libro Por una Europa política, social y ecológica, Foca Edic. 2005.

Por lo demás, como allí apunto, el largo debate entre federalistas y funcionalistas en la segunda mitad del siglo XX, que acaba con la absoluta victoria del funcionalismo, ha sido decisivo para el abandono de los objetivos políticos y de cualquier proyecto no económico de algún calado. La doctrina de los pequeños pasos, la creencia eminentemente funcionalista de que sólo si desistimos de promover una comunidad políticamente unida podremos acabar consolidando la construcción europea, nos han llevado a la Europa que tenemos: un gigante económico, un enano político, un indigente social.

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