Concienciar, más que informar
Se dice, con razón, de los adolescentes y jóvenes de nuestro tiempo que disfrutan de unos niveles de bienestar y de oportunidad que nunca tuvieron generaciones precedentes. Disponen progresivamente de más posibilidades de elegir y, con ello, de afirmar su autonomía y mejorar sus trayectorias vitales. Ahora bien, vivir en un mundo que anima a diseñar la propia vida entraña dificultades y riesgos. Para reducirlos proliferan las acciones y campañas de prevención de índole diversa, pero con éxito limitado a tenor de la tozuda y fría realidad de las cifras. ¿Por qué las campañas no son tan eficientes como desearíamos? ¿Cómo es que toda esta descarga de mensajes preventivos no logra mayor eco en su comportamiento?
Esto prueba la urgente necesidad de fortalecer la acción educativa
Las claves para comprender por qué resulta más fácil y eficaz convencer a un joven para consumir un producto de moda que para reducir o eliminar las consecuencias negativas de una determinada acción -por ejemplo, no usar preservativo en las relaciones sexuales-, no se hallan tanto en el ámbito de la comunicación como en el modelo de sociedad que sostenemos.
Estamos inmersos en una dinámica de bombardeo constante de mensajes que impelen a ser jóvenes, guapos, delgados, triunfadores, agresivos y valientes, capaces de superar cualquier obstáculo y amantes del riesgo y de la aventura. Incluso no serlo tiene también su remedio: los medios de comunicación nos informarán de forma machacona a qué cirujano plástico acudir, qué sustancia tomar. Las contradicciones que conlleva esta sociedad adictiva hacen que la labor preventiva de las campañas tenga como obstáculo lo que la propia sociedad nos propone como deseable. Campañas contra las drogas, el sida u otras enfermedades de transmisión sexual, la conducción temeraria, la violencia de género, el bullying y otras, se producen en paralelo al fomento de modelos de ocio y consumo que propugnan lo contrario.
En este escenario, los adultos esperan que los jóvenes adquieran la capacidad de administrar su capacidad de elegir, es decir, que sepan elegir, qué elegir y con qué consecuencias. Y ello comporta el desarrollo de una adecuada percepción del riesgo. Ahora bien, ésta es una labor difícil en el contexto de esta sociedad tremendamente adictiva, en la que, como apunta Bauman, incluso el deseo -que para cultivarse necesita de cierto grado de posposición de la satisfacción inmediata- ha sido sustituido por las ganas, sinónimo de satisfacción instantánea. No sucumbir a ella supone un esfuerzo que en el territorio juvenil no sólo conlleva reducir el placer inmediato, sino también remar en contra de los ritos, hábitos y rutinas de la tribu, en un momento de la vida en que se está en plena construcción de la identidad. Estar informado ayuda a tomar decisiones, pero si por las circunstancias del momento no se percibe el riesgo, no podemos esperar que se desarrolle un comportamiento preventivo. Las campañas informan, pero no forman. Esa es una labor que requiere un contexto relacional en el que los jóvenes tengan oportunidad de reflexionar e interiorizar críticamente los mensajes, de discutir las imágenes asociadas al hecho de adoptar o no comportamientos de riesgo, de cuestionar sus prejuicios y estereotipos, y de elaborar principios que afiancen su autoestima, autonomía y responsabilidad.
Pero esto también tiene su escollo en una sociedad de individuos cada vez más dados a delegar responsabilidades y compromisos y tremendamente debilitada en sus instancias socializadoras. La mirada a territorios formativos como la familia y la escuela revela desconcierto, desencuentro y división educativa. Esta falta de sintonía deja un espacio abierto, indefinido y arbitrario que favorece la influencia alienante de la sociedad adictiva y que difícilmente contribuye a la construcción de sujetos críticos. Desearíamos que la conciencia colectiva transformada en altavoz mediático y representada en el Estado convenciera a jóvenes y adolescentes de lo que deben hacer, evitando así abordar la difícil tarea de poner límites, interpelar y proporcionar referentes formativos. Pero, afortunadamente, no es así. Muy al contrario, el limitado alcance de las campañas preventivas prueba la urgente necesidad de fortalecer la acción educativa vinculando instancias sociales, consensuando valores, conciliando intereses, derechos y deberes de índole privado y público, cultivando un sentido de la responsabilidad individual y social que forme y ayude a los jóvenes a adoptar conductas que aumenten sus posibilidades vitales, a ser sujetos que se definen en términos de conciencia y de proyecto.
Ana Irene del Valle y Elisa Usategui son profesoras de Sociología de la UPV-EHU.
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