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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE

El europeo 'emprenyat'

Aeropuerto de Francfort, bar. Acodado en la barra, un hombre con aspecto de operario de la Mercedes Benz prejubilado en buenas condiciones y, pese a ello, portador del rictus ansioso de quien se teme al borde de la pérdida del Estado del bienestar. Trompetas de crisis apocalíptica resuenan en su cabeza, conectada a diminutos auriculares que le surten con las últimas y peores noticias. Se ha tomado ya un café y da vueltas a la taza vacía, tal vez leyendo el porvenir en su tenue poso o tal vez preguntándose si se tomaría otro, o, juntando ambas nociones, si su futuro en esta Europa decadente resultará perjudicado por semejante exceso. De tanto en tanto, el hombre se emplea a fondo barriendo el bar y sus alrededores con una ojeada especulativa. Se puede leer su pensamiento, sentir su juicio rebotando de unos a otros. Soy la primera en recibir su muda regañina: esa mujer mayor demasiado bronceada que pasa las cuentas de un rosario de jade y que habla demasiado con el camarero. El camarero es blanco, hay un par de ellos, son los que están al cargo, los que mandan a las srilankesas -que han sustituido a los africanos del mes anterior, o quizá ahora hagan turno de noche-, blanco, pero no te confíes: es polaco, o croata, o vete tú a saber. Éstos no quieren contar de dónde son. Decididamente, la mujer demasiado bronceada no debería bromear con el camarero y sobre todo no debería reírse tanto, no hay motivos. Ha pedido un desayuno completo, tras comentar que no suele comer lo que dan en los aviones. El hombre, que se ha quitado los auriculares para espiarnos mejor, apenas reprime una mueca de repugnancia, pero no por las porquerías gastronómicas que se ven obligados a ingerir quienes vuelan y tienen hambre, sino porque a él, que se las come siempre, le gustan. Rechazarlas sería renunciar a uno de sus derechos, ¿no? Bastante le toca perder. Al ir a pagar, a la mujer se le han mezclado con los euros monedas raras, que deben de ser de por allí. Por el aeropuerto han pasado siempre gentes de procedencias variadas y colores diversos. Antes había un saber estar, ¿os acordáis? No esta insolencia, este disfrute, este preguntar a los camareros cuánto cobran y si la propina es para ellos.

El hombre resopla, aliviado, porque a mi izquierda se instalan dos tipos de inmejorable aspecto, correctos, dos hombres de negocios de porte impecable. Rubios, bien peinados, con ese toque sonrosado que garantiza una procedencia fiable. Al fin, puede que piense el hombre, compatriotas con quienes cruzaré una simple mirada y me comprenderán. Ocurre a menudo. En este mismo lugar, en otras esperas de tránsito, la mujer casi siempre bronceada ha observado cómo los viajeros locales que coinciden en la barra, sin conocerse, traban un mudo diálogo a base de miradas que son como réplicas de pimpón: "¿Has visto a ése?". "¡Dónde vamos a ir a parar!". "¿Y ésa, de dónde sale?". "Sí, el mundo anda de mal en peor".

Los hombres situados a mi izquierda no intercambian palabra, por el momento, enfrascados en la lectura del menú. Mi vecino de la derecha intenta atraer su atención, hace visajes, como si yo no estuviera en medio. Los otros, ni se fijan. Pienso en ofrecerme como intermediaria. Voy a levantar la mano para que levanten la vista, ya sé, les diré: "Por el amor de Dios, échenle una mano a este señor de al lado. Tiene una enfermedad muy mala, que en Cataluña -seguro que si el alemán supiera que soy de Cataluña me tendría más respeto- solemos denominar el emprenyat. Hagan algo, porque como se ensimisme va a perderse lo mejor de la vida". Pero no digo nada porque, al mover la mano, he tirado sin querer mi vaso de agua, mojando a los vecinos situados a mi izquierda. Ay, me alarmo. Los tres contra mí.

Pero los caballeros recién llegados y reduchados gracias a mi gesto sonríen de oreja a oreja, pillan servilletas de papel y secan el mostrador y otros bienes perjudicados. No son alemanes, son rusos. Amablemente, en inglés, me dicen que no me apure, eso le puede pasar a cualquiera, por favor.

Con los hombros hundidos, entre dientes, el europeo emprenyat pide otro café solo.

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