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Reportaje:MAFIA

La historia interminable

Jordi Soler

La Mafia "está viva, es real y no hay nada romántico o glamuroso en ella", declaró recientemente John Pistol, el director del FBI, a propósito del golpe espectacular que sus agentes han asestado a tres de las cinco familias que controlan el crimen organizado en Nueva York: los Genovese, los Bonanno y, sobre todo, los Gambino, cuyo último capo, John D'Amico, mejor conocido como La Nariz, espera detrás de las rejas a que se celebre el juicio donde comparecerá junto a los 62 mafiosos que cayeron en la Operación Old Bridge (Viejo Puente). Esta operación fue una maniobra de alcance internacional en la que colaboraron el FBI, la policía de Nueva York y, de aquí viene lo del puente viejo, la policía italiana.

Las otras dos familias, los Colombo y los Lucchese, han conseguido hasta ahora evitar que el FBI les cuelgue micrófonos en las lámparas de la cocina, o les cuele entre sus filas agentes infiltrados, esos policías que con frecuencia, luego de compartir durante meses la mesa con el capo, de hincarle el diente a sus tortellini y a sus edecanes, concluyen que, una vez que la infiltración ha alcanzado sus niveles de excelencia, lo más natural es quedarse ahí, cambiar de bando y convertirse en uno de ellos. Con La Nariz cayeron también Domenico Cefalu, alias Bola de Grasa y segundo de a bordo de la familia Gambino, y el consigliere Joseph Corozzo, mejor conocido como El Miserable.

Según Joseph King, profesor del prestigioso Colegio de Justicia Criminal John Jay, "este arresto masivo servirá para romper la cadena de mando de la Mafia". La contraparte de esta declaración optimista la hizo recientemente el comisario Ray Nelly, de la policía de Nueva York, en el semanario inglés The Economist; a la pregunta sobre el alcance real de la Operación Old Bridge y sobre el posible final de la Mafia en la ciudad, Nelly respondió con un laconismo que raya en la elocuencia: "Son muy resistentes".

Según la investigación del FBI, además de los negocios turbios de corte clásico como el juego, la prostitución y las drogas, estas familias están involucradas en "varios proyectos municipales de alto perfil, que incluyen la expansión de las líneas del metro y la reconstrucción de la zona cero".

La familia Gambino empezó a hacer negocios en 1907 bajo la firme conducción de Pellegrino Morano, líder de la Camorra en Brooklyn y gánster visionario que sentó las bases de esa organización que hoy, a pesar de sus altibajos, lleva 101 años funcionando a la perfección, uno más de los que lleva el FBI, esa organización policial que con tanto ahínco la espía.

Un mal paso condujo a Pellegrino Morano a la cárcel y de vuelta a Italia, deportado, en 1917. Después de aquel capo originario y ambicioso, que quiso hacer de Broo-klyn una autonomía napolitana, fueron sucediéndose una recua de capos emergentes (Toto D'Aquila, Al Mineo, Francesco Scalise...), hasta que, en 1931, cogió las riendas de la familia Vicenzo Mangano, un hampón de mentalidad corporativa que, simultáneamente, era uno de los jefes de la muy famosa, y terrorífica, Murder Incorporated.

Ese mismo año, Lucky Luciano, preocupado por la vulnerabilidad de las familias mafiosas de Nueva York, inventó un órgano autorregulador de nombre The Commission (La Comisión). En una comilona a la que asistieron los jefes de las cinco familias y que tuvo lugar en Atlantic City, se acordó que el grado de capo di tutti capi, el jefe de todos los jefes, lo iría ostentando por turnos cada uno de los cinco capos. Lucky Luciano tenía la idea de que así disminuirían las vendettas entre las familias, cosa que al final no resultó cierta; él mismo era entonces el capo di tutti capi y había conseguido esa distinción por el procedimiento tradicional de asesinar a Salvatore Maranzano, su antecesor, precisamente en una vendetta. En 1946, aprovechando el brío corporativo que había en la Mafia entonces, se celebró una cumbre que tuvo el apetecible título de Conferencia en La Habana, una cumbre que quedó inmortalizada en la película El padrino II, con Al Pacino en el papel de Michael Corleone, que bien podía ser el émulo de cualquiera de los capos asistentes. En aquella conferencia, organizada por Lucky Luciano y Meyer Lansky en el salón mayor del hotel Nacional, se discutió, entre otras cosas, la conveniencia de involucrarse o no en el narcotráfico, que entonces era la última moda, porque había capos que eran capaces de ultimar a su primo con un bate de béisbol inmediatamente después de besarlo, pero que miraban con malos ojos el daño que las drogas podían hacer al conjunto de la sociedad.

La nota de la Conferencia en La Habana la dio el cantante Frank Sinatra, que aterrizó en suelo cubano, de zapato blanco y guayabera, acompañado por los primos de Al Capone, con la encomienda de amenizar la cena; aquel concierto rumboso y oficialmente clandestino le costó a Frank Sinatra varios años de acoso del FBI, que le buscaba, y hay quien dice que le encontró nexos con la Cosa Nostra.

Cinco años después de la conferencia, Vicenzo Mangano, a la sazón capo de los Gambino, fue asesinado a tiros por sus colaboradores Albert Anastasia, que ascendió por ese acto a capo, y Carlo Gambino, que seis años más tarde, en octubre de 1957, siguiendo rigurosamente el ritmo y las formas del escalafón mafioso, liquidó a Anastasia mientras el barbero le ponía en la cara un paño humeante y él canturreaba la canción Lacreme napulitane, en un sillón rojo y corpulento de la peluquería del hotel Sheraton, en la calle 56. La gestión de Carlo Gambino revolucionó de tal forma a la familia, que no hubo más remedio que ponerle su apellido al negocio; de ahí la rareza de que un clan fundado por Pellegrino Morano, y después continuado por D'Aquila, Manfredi, Scalise, Mangano y Anastasia, se conozca como la familia Gambino. Don Carlo, como suele pasar con los grandes capos, parecía un alma de Dios. Era un hombre de apariencia frágil y sombrerito hongo que inspiraba, en todo caso, el deseo de protegerlo de los horribles peligros de la Mafia. En el fondo, Carlo Gambino se ajustaba perfectamente a la estética del capo: no lo parecía, pasaba inadvertido, era lo contrario de John Gotti, un gánster notorio, elegante y gomoso del que nos ocuparemos más adelante.

En 1969, Joseph Bo-nanno, jefe de otra familia, que ostentaba el mote frívolo y simplón de Joe Bananas, intentó colocarse de capo di tutti capi por la vía tradicional del knockout; su intentona de liquidar a Carlo Gambino, que era un alma de Dios de alma correosa, falló en buena medida porque Bonanno se hallaba debilitado por una guerra feroz entre miembros de su propia familia, que ha pasado a la historia con el nombre, también frívolo y simplón, de The banana war, la guerra de la banana.

Aquella pifia de Bonanno catapultó a Gambino hacia una posición de poder que consolidaría dos años más tarde en una sangrienta matachina que terminó con la vida de Joe Colombo, capo de otra de las familias, que se distinguía, sobre todo, por un fervor católico que lo llevaba a cometer fervorosos asesinatos. Por ejemplo: una vez, un raterillo robó la corona de joyas que adornaba la cabeza de una Virgen ante la que se arrodillaba cada domingo Joe Colombo, con una devoción teatral que hacía vibrar a los vecinos, y un rosario que trajinaba de arriba abajo en la mano izquierda. El cura de la iglesia se quejó del robo ante la autoridad, que era por supuesto el capo, y éste envió a su caporegime a recuperar la corona. El domingo siguiente, cuando Colombo se arrodilló ante la Virgen, notó que la corona había sido devuelta sin las joyas que tenía; unas horas más tarde, el raterillo yacía en su cama estrangulado con el rosario de Colombo, y la corona, con las joyas repuestas, descansaba en la cabeza de la Virgen.

Pero volvamos a Bonanno el de la pifia, el capo que, según los expertos en Mafia y cine, sirvió de modelo al escritor Mario Puzo cuando concibió el personaje de Vito Corleone. De Bonanno copió el aspecto, las maneras susurrantes, el empeño de dejar a su hijo el poder y su aversión por los negocios que tuvieran relación con el tráfico de drogas; todas esas señas de identidad que reprodujo Marlon Brando, con inolvidable maestría, en la película de Coppola y que Bonanno, en un episodio raro e inclasificable, tuvo oportunidad de constatar en una copia que su consigliere proyectó, unos días antes del estreno, en el salón donde la familia se reunía a resolver los asuntos importantes.

El 15 de octubre de 1976 murió de un infarto, es decir, por sus propios méritos, Carlo Gambino; en su testamento dejó especificado que el nuevo capo debía ser Paul Castellano, su cuñado, y no el segundo de a bordo y heredero natural, Aniello Dellacroce, alias Mr. Neil. Esta situación provocó un conflicto estructural que fue el inicio del paulatino debilitamiento de la poderosa familia Gambino. A partir de entonces, el FBI, aprovechando esa debilidad, comenzó a investigar y a reunir las evidencias que permitieron que en 1985 hubiera una primera aprehensión masiva, que promovió y sostuvo Rudolph Giuliani, el ex alcalde de Nueva York, que entonces era fiscal general. Aquella primera operación, complementada por la que ahora ha montado John Pistol a punta de pistola, ha permitido que hoy los Gambino, los Genovese y los Bonanno estén a punto de sentarse en el banquillo de los acusados.

Pero volvamos al momento en que la familia comenzó a debilitarse. Para contrarrestar la animadversión que produjo en Dellacroce el testamento de Gambino, Paul Castellano se armó un gabinete de gobierno con los cuatro cabecillas ascendentes de la familia: Tommy Gambino, sobrino de Carlo; Tommy Bilotti, que era chófer y guardaespaldas; Danny Marino, el caporegime que se encargaba de los negocios en Queens, y Jimmy Brown. Todos ellos, más Castellano, eran rivales de John Gotti, mejor conocido como Don Dapper, don elegante, don pulcro y atildado, el gánster gomoso y gallardo que, a fuerza de empeño y uno que otro asesinatos, todo hay que decirlo, se convertiría en el capo más vistoso que ha tenido la familia Gambino. La fractura entre Castellano y Dellacroce era tal, que el FBI no tuvo ningún problema para infiltrarles agentes en la familia, ni para plantar un micrófono en la lámpara de la cocina de Castellano, que era un hombre locuaz y dado a planear en voz alta golpes y asesinatos mientras removía y sazonaba la salsa de pomodoro que coronaría su célebre spaghetti.

Al cabo de unas sesiones de cocina, Castellano y Dellacroce fueron a parar a la cárcel y el relevo de capo lo cogió provisionalmente Thomas Gambino, el hijo de Carlo, apoyado por Tommy Bilotti, John Gotti y Angelo Ruggiero, un turbio personaje que gastaba el disparatado apodo de Cuack Cuack en honor a su incontenible verborrea y a su insoportable tendencia al chiste rápido, procaz y pésimo; conductas que un hampón de su clase no podía, como se verá a continuación, permitirse. Pues tanto le daba Ruggiero al cuacuacuá, y con tanto descontrol, que una vez contó lo que no debía a uno de los agentes infiltrados por el FBI y, con aquella indiscreción, con aquella explosión de verborragia, se fue con su capo Castellano directamente a la cárcel.

A partir de entonces vino la debacle. Aniello Dellacroce, subcapo de los Gambino, en rencilla permanente con el capo, pilló un cáncer que lo apartó de la oganización y dejó solo, y a sus anchas, a Paul Castellano, recién salido de la cárcel y acompañado, pese a todo, por el inefable Cuack Cuack Ruggiero. Para entonces, Cuack Cuack empezaba a desarrollar un traicionero apego al genio y a la figura de John Gotti, el gánster gallardo, gomoso y pulcro, el poderoso consigliere que aprovechaba la debilidad de Castellano para moverse por la familia como capo por su casa. Y tan bien se sentía usurpando el puesto que, un mediodía frío de diciembre de 1983, puso en manos de Cuack Cuack la delicada misión de matar a Castellano. Cuack Cuack, que era más bien tosco, resolvió aquella misión a su manera: se plantó en la Sparks Steak House, en la calle 46, que era el sitio donde Castellano conspiraba, porque era un tugurio disimulado y oscuro, y también porque tenía en su menú un spaghetti al pomodoro que, según su propia confesión, competía con el suyo, y, cuando llegó el momento, Cuack Cuack encaró a Castellano y a su guardaespaldas y, sin reparar en que era mediodía y que la acera estaba de gente a rebosar, comenzó a disparar ráfagas con sus dos armas. De esta manera, el elegante Gotti se convirtió en el nuevo capo de la familia Gambino y, como premio, le dio a Cuack Cuack el grado de caporegime.

Los miembros de las otras cuatro familias, que seguían reuniéndose de vez en cuando, consideraban que las chulerías de Gotti ponían en peligro a la Cosa Nostra,

porque el nuevo capo aparecía en televisión haciendo declaraciones imprudentes, y dejaba que las revistas del corazón lo fo-tografiaran en su casa de Howard Beach, en Queens, o comprándose trajes hechos a medida en una prestigiosa, y prohibitiva, sastrería de la Quinta Avenida.

La gota que derramó el vaso cayó cuando el tristemente célebre John Favara, vecino de Howard Beach, atropelló accidentalmente al hijo de Gotti y lo mató. Favara fue absuelto por el tribunal, pero la cúpula de los Gambino se resistió a aceptar su inocencia y se lo hizo saber por varios medios. Uno de ellos fue la mujer de Gotti, que lo esperó a la entrada de su casa y arremetió contra él con un bate metálico y no paró hasta que lo envió con fracturas múltiples al hospital. Favara aprovechó su convalecencia para planear una mudanza lejos de Nueva York, pero los hombres de Gotti, comandados por Cuack Cuack, lo desaparecieron literalmente del planeta.

En 1986, ya que había logrado sortear el juicio masivo, Gotti salió ileso, y todavía elegante, de la explosión de una bomba que alguien había colocado bajo su coche. Seis años después, en 1992, el FBI logró colocar micrófonos en el Ravenite Social Club, un restaurante en Little Italy donde Gotti se reunía con su gente. Lo que pudo oírse en aquella operación llevó al capo atildado y gomoso a la cárcel y al mando quedó, ejecutando las órdenes que enviaba desde su celda, uno de sus hijos, fieramente respaldado por Jhon D'Amico, alias La Nariz, que tiempo después, en el año 2002, cuando el elegante Gotti murió y su hijo, también atildado, ingresó en la cárcel, se convirtió en el último capo conocido de la familia Gambino, esa próspera industria que comenzó hace 101 años en Brooklyn y que acaba de ser puesta en jaque por John Pistol y el FBI.

La Nariz, como se dijo al principio de estas líneas, está en la cárcel; los más optimistas ven en su aprehensión el fin de la familia Gambino y de buena parte del crimen organizado en Nueva York; pero hay quien dice que la Operación Old Bridge no ha hecho más que cerrar un capítulo y que el próximo ha empezado ya bajo las órdenes de Danny Marino, el caporegime que controlaba la zona de Queens en los tiempos de Paul Castellano, y que ahora se perfila como el nuevo capo de los Gambino.

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