Allan Mallinson: "Nunca dejas el uniforme totalmente"
Sexto de Dragones, desenvainen!". La orden da vueltas absurdamente en la cabeza mientras uno se dirige, en perfecto estado de revista y con el ánimo algo encogido, a la cita en el muy exclusivo Club de la Caballería y los Guardias, en Picadilly, Londres. Es difícil tenerlas todas contigo cuando te espera en los añejos salones de ese club, frecuentado por mariscales de campo y miembros de la realeza, un general (retirado) que ha sido comandante de uno de los regimientos más prestigiosos y con más pedigrí de todo el ejército británico: el 13º/ 18º de Húsares Reales (Queen's Mary Own, "los de la Reina Mary"), amalgamados en los Light Dragoons, los dragones ligeros.
Allan Mallinson (Yorkshire, 1949) es en las fotos un hombre de aspecto intimidatorio, especialmente en uniforme de gala de húsar. Comentarista de temas de defensa para el Daily Telegraph, crítico de libros de The Times y The Spectator, fino historiador de la caballería y autor de un estupendo libro sobre su unidad y las que la precedieron (Light Dragoons, the making of a regiment. Pen & Sword, 2006), Mallinson, insólito escritor y soldado que además inicialmente iba para pastor anglicano (estudió teología en Durham), es el creador de una magnífica y muy alabada serie de novelas históricas ambientadas en la época de las guerras napoleónicas. Se trata de las entretenidísimas aventuras de Mathew Hervey, un ficticio joven oficial de caballería del no menos ficticio 6º Regimiento de Dragones Ligeros. Hervey es íntegro y heroico, aunque con una tendencia a atraer a las chicas guapas y meterse en líos del corazón. De momento, Mallinson ha publicado nueve títulos de la serie (el décimo aparece este junio), que ahora ha empezado a editar en España Edhasa (Plaza & Janés publicó en su momento tres volúmenes). La serie, muy emocionante, extraordinariamente bien ambientada, viajera -la península Ibérica, Francia, Gran Bretaña, India, Canadá, Suráfrica (¡los zulúes de Chaka!) - y con un minucioso cuidado por el detalle, ha hecho que se compare a Mallinson con el no menos envarado autor de novelas navales del mismo periodo histórico Patrick O'Brian. La comparación no es gratuita: Mallinson exhibe el mismo conocimiento de la época que el añorado Patrick, la misma obsesión por la precisión técnica, un estilo muy parecido y hasta igual reverencia por Jane Austen.
El Club de la Caballería y los Guardias es un sitio impresionante, aunque un punto marchito. Mucho sillón Chester y tal. Unas mesitas están hechas con viejos tambores militares. Por todas partes cuelgan cuadros de gestas bélicas y retratos de tipos amedrentadores -puro Floreat Etona y Sandhurst- en uniformes chulísimos, como el vizconde Valentia, del 10º de Húsares. En un marco hay una bandera imperial alemana. Una placa informa que se trata de un trofeo arrancado a las tropas del káiser en 1916. Sólo falta el orinal de plata de José Bonaparte tomado por el 14º de Dragones. Dan ganas de llevarse algo, pero cualquiera se atreve. Mallinson, puro officier & gentleman, aguarda en un saloncito forrado de caoba, y mientras le saludo azorado, un venerable individuo con una copa en la mano tropieza con mi pie y cae al suelo. Es otro general.
Mallinson, que viste y procede como una reencarnación marcial de Beau Brummel y tiene todo el aspecto de ser capaz, como lord Fitzroy en Waterloo, de dejarse amputar el brazo sin un gemido y luego pedir como aquél que se lo devuelvan para recuperar el anillo, conduce hasta un salón más grande en la tercera planta. En el camino va comentando algunas pinturas y reliquias. En un rincón cuelga el famoso cuadro de Dollman que muestra a Titus Oates adentrándose para morir voluntariamente en la ventisca polar durante la malhadada expedición de Scott a la Antártida. Reconocerlo con un gemido de emoción (y recordar que Oates era oficial de dragones) permite ganar unos preciosos puntos con Mallinson, que falta hacen. El escritor incluso se muestra cómplice luego ante un pícaro cuadrito que muestra a un húsar en su montura espiando a unas bañistas en una playa. "Una de las misiones de la caballería ligera: reconocimiento", explica con sorprendente humor y una sonrisa irónica que exhibirá a menudo durante la entrevista, aunque sus ojos, de un gris cruel, permanecerán siempre serios, alertas e indagadores.
Ayer pasé por el Household Cavalry Museum y estuve admirando todas las cosas que exhiben allí. ¡Tienen las botas de Burnaby! El hombre que galopó hasta Khiva, que trató de rescatar a Gordon en Jartum y que representa, a mi humilde parecer, la quintaesencia de la caballería.Habrá visto su célebre retrato por Tissot en la National Portrait Gallery, claro. Le mataron de un lanzazo los derviches del Mahdi en Abu Klea. Estaba allí a título personal, de civil; recordará que había caído en desgracia. En la batalla, nueve horas de la lucha más sangrienta, participó decisivamente uno de nuestros regimientos, el 19º de Húsares, que lleva el nombre de Abu Klea, como el de Seringapatam, entre sus battle honours.
En el Museo de la Caballería de la Guardia vi también la pierna artificial de lord Uxbridge y el sable con el que Edward Kelly, del 1º de Life Guards, se cargó al coronel Hubert, del 4º de Coraceros franceses, en Waterloo, y le arrancó los entorchados como trofeo. Lo digo para ir entrando en materia. Son puro tema de sus libros. Uxbridge era el mejor comandante de caballería de Wellington, es famosa su carga con la caballería pesada en Waterloo. Aparece en Oficial de caballería, mi primera novela.
Perdone, pero no sé si he de tratarle de general. Olvide el rango, por favor. Entiendo que resulte intimidatorio. Dejé el ejército hace cuatro años, es una etapa de mi vida que ha quedado atrás.
Disculpe la curiosidad, pero ¿es cierto que tenían de coronel a Lady Di? Qué fuerte. De coronel en jefe. Es un cargo que aporta distinción al regimiento y cierto glamour. La princesa Diana lo ocupó, desgraciadamente por poco tiempo, pues tras el divorcio que suprimió su estatus real decidió retirarse. Le sucedió la princesa Margarita
¿Qué le parece que le comparen con O'Brian? Me honra. Es alguien a quien admiro y debo mucho.
Resultó que O'Brian se había inventado su vida; ni irlandés, ni nada. Fue muy amable conmigo, me escribió cuando salió el primer libro de la serie de Hervey. Luego me dio muchos consejos.
¿Le decepcionó que O'Brian nos hubiera engañado a todos? En cierta manera, sí. Y las circunstancias en que abandonó a su mujer y a su hija discapacitada. Es algo que nos hace sentir un poco incómodos. Pero la forma de desaparecer y reinventarse a sí mismo tiene algo de muy literario. Los grandes escritores no suelen tener una vida feliz, y nada de lo que descubrimos sobre O'Brian disminuye el valor de sus libros. Yo no creo que conocer a un autor, su alma, tenga que ver en absoluto con el placer de leerlo.
Pues yo le iba a decir que Hervey, su personaje, se parece mucho a usted. La caballería, el interés por la religión, las buenas maneras Nunca he visto similitud entre nosotros, pero he estado 35 años en el ejército, y supongo que eso se nota. Mis personajes son una amalgama de gente que conozco, pero nunca enteramente una sola persona real. El personaje del sargento Armstrong, por ejemplo, es en buena parte mi propio sargento mayor, pero también otros.
Aparte de O'Brian, ¿qué influencias hay en sus novelas? Forrester. Imagino que piensa que también Bernard Cornwell, pero no. Yo, como O'Brian, voy más allá de la pólvora y el ruido de la batalla; me interesa la relación entre los hombres, y de éstos con la autoridad y con sus familias. Las populares novelas del fusilero Sharpe, de Cornwell, son muy diferentes; no hay aspecto intelectual en el personaje, que asciende desde las filas. Su madre es prostituta, sus amores son ocasionales, es un hombre que sólo tiene sentido en el campo de batalla. Creo que yo hago un retrato social más interesante. Hervey es un gentleman, un caballero de la pequeña nobleza, hijo de un párroco.
Me permitirá que le diga que sorprende en un hombre como usted, un verdadero húsar, como dirían los prusianos, que muestre una afinidad con Jane Austen. Esas escenas de cortejos de sus novelas, esos amores contrariados, los celos, las cartas, los pretendientes indeseados, las estrategias, los paseos a caballo, el "cásate conmigo, Henrietta" Incluso hay 'pic-nics'. ¿Me está comparando con ella? Me siento inmensamente halagado. Sus principales novelas son simplemente la perfección. En los últimos años las releo y vuelvo a releerlas. La forma en que trata en ellas al ejército es muy interesante. Uno de sus hermanos, como sabe, estaba en la milicia, otro en la marina. Normalmente sus personajes militares son de esa milicia, defensa local a tiempo parcial. Pero cuando quiere un villano en uniforme, a alguien malicioso, ingrato, esnob, elige un soldado de caballería, esa gente que lleva espuelas y martiriza a los caballos. Los íntegros, los leales, lucen indefectiblemente el uniforme rojo de la infantería.
Le sorprendería a Jane Austen, pues, que un oficial de caballería escriba de sentimientos y asuntos delicados y sensibles. Oh, vaya, bueno; en la caballería, en realidad, tenemos más tiempo para reflexionar que en la infantería.
El mundo de Austen, como el de la caballería de usted, parecen ambos bastante desaparecidos. Es cierto, ella se mueve en ese tiempo en que está surgiendo algo nuevo, otra sociedad, pero aún se refiere a la anterior, prístina, rural, todavía en el horizonte de la industrialización, con unos valores quizá algo rancios.
¿Siente usted melancolía por el destino de la antigua caballería? Quizá un poco, algo de eso hay en mis novelas. Pero un soldado está obligado a pensar en el futuro, a anticipar lo que viene y a estar preparado. Y yo soy soldado, así que mi nostalgia es sólo nostalgia poética. Dicho esto, aquel mundo de la caballería era muy pintoresco, y merece la pena escribir de él, recuperar sus historias. El propio Hervey, recuerde, es un personaje muy anclado en las formas sociales y los usos tradicionales, pero con una gran capacidad de adaptación a las nuevas técnicas, como las carabinas de retrocarga.
Y se encuentra en un mundo muy inmovilista. Tras Waterloo, el ejército británico estuvo cincuenta años paralizado. Una inactividad en la que los militares se dedicaron sólo a exhibir los uniformes y a desfilar. Así que cuando llegó la guerra de Crimea tuvieron que ponerse al día a base de un baño de sangre.
La caballería es lo que le distingue a usted de otros escritores de novelas históricas. En sus libros explica cómo se ensilla correctamente, cómo se lanza una carga, los movimientos exactos para desmontar o el truco para detener un caballo desbocado (cubrirle los ojos con las manos). Un mundo tan preciso y reglamentado como el de una fragata de O'Brian. ¿Por qué cree que resulta tan fascinante la caballería? El caballo es, claro, lo que la hace tan especial. La primera relación del soldado de caballería es con su caballo. En mis novelas hablo de eso, de los afectos, que son a tres bandas: con la montura, los camaradas y la familia. Otro aspecto de la caballería es que, aunque los soldados cargan juntos, luego, al fragmentarse la carga, la lucha es individual, un combate personal. Hay mucha más oportunidad de individualismo en la caballería que en cualquier otra arma, y eso va muy bien para la narración. Y está también la velocidad. El gusto por la velocidad y por la acción es algo que permanece en la caballería moderna aunque haga tiempo que ha cambiado los caballos por los vehículos motorizados.
Pero usted es jinete. Sí, pero sólo de ceremonias y desfiles. Mi regimiento se mecanizó cincuenta años antes de yo llegara.
'Élan' y 'panache' son dos palabras que definen muy bien el espíritu de la caballería, ¿no? Arrebato, impulso y brillo. A mí me gusta nuestra vieja palabra swagger.
¿Pavoneo? En el buen sentido eduardiano de aire indomable, de autoconfianza, de una manera de hacer las cosas libremente y sin vacilación.
La caballería será muy fascinante y romántica, pero tiene un aspecto muy desagradable: la crueldad con los caballos, llevar a esos pobres animales a la guerra En el Museo de la Guardia Real se exhiben las pesadas hachas y punzones para despachar a los caballos heridos, y usted mismo en sus novelas explica la forma de ultimarlos de un balazo, apoyando la pistola sobre la ceja y apuntando al oído contrario de forma que el disparo atraviese el cerebro. Eso es parte de la relación íntima del jinete militar con su montura y una cuestión emocional interesante de explorar. El soldado de caballería profesa un afecto muy grande a su caballo. Para algunos es incluso la relación más importante de sus vidas. En Oficial de caballería describo la orden terrible a los regimientos de destruir sus cabalgaduras, más de 500 caballos, en la huida por mar de A Coruña para que no caigan en manos de los franceses. Es no sólo algo técnicamente muy difícil de ejecutar -en esa ocasión se realizó de forma muy poco profesional y resultó espantoso-, sino lo más duro que le puede pasar a una unidad de caballería. Va contra su propia esencia.
¿Y no hay también un problema moral? Los caballos no pueden negarse a combatir Ahora hay dudas morales, sin duda, es propio de la condición humana. Pero en su momento, ¿qué alternativa había? De hecho, nadie lo contestaba entonces. Sólo ha sido posible dejar en paz a los caballos con el desarrollo efectivo de la motorización. Pero siempre ha sido muy duro para el soldado de caballería ver morir caballos. En 1939, en Francia, un regimiento británico que poco antes había hecho la conversión a mecanizado se enfrentó a artillería montada alemana. Al acabar la lucha, el oficial al mando salió al descubierto, con enorme riesgo, y procedió a rematar a los caballos enemigos heridos, como hubiera hecho con los suyos, con lágrimas en los ojos. ¡Qué cosa más terrible de hacer!
¿Por qué decidió hacer a su personaje dragón? Los británicos no tuvimos lanceros hasta después de Waterloo, así que Hervey no podía serlo. Los dragones ligeros eran la típica caballería ligera de la época; hacían labores de exploración, eran más independientes. Me daban más posibilidades literarias. La caballería pesada era más de choque, luchaba más en masse.
Vale, ¿pero por qué no le hizo un húsar? Militarmente no hay ninguna diferencia entre dragones y húsares.
Hombre, no me diga eso. El húsar es más chic: el dormán, la pelliza al hombro ¿Usted no era un húsar? Sí, y mi regimiento era de húsares, pero al amalgamarse con otro se recuperó ese nombre de dragones ligeros.
¿No es pasar de húsar a dragón bajar de categoría? Entiendo lo que quiere decir, siempre han sido más prestigiosos los húsares, pero había que encontrar un nombre, y, en última instancia, la inteligencia siempre ha estado al lado de los dragones, y la petulancia, al de los húsares. Entre Waterloo y Crimea, algunos se volvieron tan flamboyant, tan exuberantes, que decidieron vestir pantalones ajustadísimos, tanto que no podían subir sin ayuda a sus caballos.
Sus novelas no muestran de manera muy explícita el horror de la guerra. En eso soy fiel a la época, no existen testimonios directos de lo terrible que es la guerra. El concepto de pity of war no se desarrolla hasta la I Guerra Mundial. Había, por supuesto, tristeza enorme por los camaradas perdidos, y a Wellington se le describe a menudo con lágrimas en los ojos ante el espectáculo del campo de batalla. Pero no hay poetas que nos conmuevan con ese espanto. Eso no se pone en el papel. No hay una conciencia social de que la guerra sea evitable, es parte de la vida. Y hay que recordar que entonces los soldados eran voluntarios.
A usted, como soldado y escritor de novelas de guerra, ¿no le cansa tanta muerte? Un soldado profesional acepta eso como parte de su trabajo, parte de su contrato. Es desagradable, pero hay que hacerlo. La muerte y el matar forman parte de la condición militar. Una vez, el gran ensayista sobre la guerra John Keegan, que es mi amigo, me explicó que tras la visita a un cementerio militar en el continente se sintió enfermo. "He sido consciente de que toda mi vida la he pasado hablando y escribiendo sobre matar, y eso me hace sentir mal", me dijo. Yo también he tenido esa sensación. Pero mis novelas de Hervey no hablan sólo de guerra, hablan de muchas cosas más: de filosofía, de religión, de relaciones personales , el retrato de toda una época. De hecho, mi editora nunca me ha dicho que hay demasiada guerra. Al contrario, me ha pedido más sangre en algunos pasajes.
¿No va a escribir de otra cosa? Ahora escribo un ensayo sobre la construcción del ejército británico. Pero en ficción, no. Soy muy feliz con el personaje, no me he cansado en absoluto de él.
¿Qué futuro le espera a su personaje? No tengo ni idea. ¿Quién morirá antes, él o yo? Mire a O'Brian, murió en el momento perfecto, con la enseña de almirante en el mástil. En el instante de mayor triunfo, como Abercromby, como Wolfe.
¿Puede que cuelgue Harvey el uniforme, que se retire como usted? Nunca dejas el uniforme totalmente, sigue dentro del hombre.
Hervey es reservado y le cuesta expresar sus sentimientos. ¿Es porque es inglés, porque es soldado o porque es usted? Es mucho el carácter de la época. Wellington es así, no muestra sus emociones, y Wellington es el modelo de inglés en uniforme. Por supuesto, Wellington no sólo ha influido en el ejército, sino sobre Hervey y sobre mí.
Mallinson mira ostensiblemente el reloj. La máscara de gas de la I Guerra Mundial con agujero de bala que adorna, sin que se sepa bien a cuento de qué, la mesita de al lado parece bostezar. Se impone una retirada. El húsar novelista acompaña hasta la puerta del club, dice adiós como si saludara desde una tribuna de desfile y se queda observando el día lluvioso. Quizá piensa en lo difícil que se ha puesto el terreno en el vecino y embarrado Green Park para una carga al sable. Finalmente, Mallinson ha sido mucho más agradable de lo que cabía esperar. Pero uno arranca Picadilly arriba, dejando atrás al general, el club, los cuadros y la caballería toda, con el agotamiento de quien ha librado una batalla. Al poco, la célebre cancioncilla de los veteranos asoma alegre a los labios: "This not matter what you do / if you were at Waterloo" ("No importa lo que hagas tú / si estuviste en Waterloo").
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