Don de libros
Algunos libros -aquellos que nos importan- acreditan una obstinada inclinación a defender el espacio físico que ocupan, como si el vasto territorio al que tienen acceso en nuestro interior sólo se les abriera partiendo de una balda concreta de nuestras estanterías, de un rincón fijo en la mesilla de noche. Hay libros que, como algunos vinos, detestan viajar, y otros que, como los tragos que tomamos en los aviones -sin que nos perturbe que nos los sirvan en vasos de plástico-, apenas alcanzan relevancia más que por su conexión con el tiempo del viaje. Cuántas veces he intentado salir de casa con, por ejemplo, un volumen de poemas para usarlo como compañía entre dos ciudades, atraída por el doble regalo de su peso ligero y su inmensa fecundidad, y cuántas veces el muy tozudo se ha escondido, camuflado, caído detrás de otros libros más vistosos en apariencia Bueno, me he dicho al final, me llevaré este otro; más me vale empezar a leer en el aeropuerto la historia de la fundación de Londres, al fin y al cabo Yeats siempre me pone triste.
Así pues, los libros que no quieren viajar se las arreglan para desaparecer de mi vista. Lo mismo hacen esas ediciones enanas, generalmente tan lujosas como minúsculas, con que algunos amigos me obsequian, ignorantes de que detesto el formato mini en cualquiera de sus manifestaciones no humanas, y muy especialmente en el arte.
Ocurre también un fenómeno hermoso de transfiguración, de acomodo. Los mismos libros que, en lo que podríamos llamar mi domicilio básico, se niegan a cambiar de refugio, en otras geografías por las que debo transitar, o incluso recalar temporalmente, se apresuran a manifestarse, a acudir en mi ayuda cuando más los necesito. Como si quisieran recordarme que su poder de curación o de revulsivo me alcanzará dondequiera que vaya, cualquiera que sea el hemisferio en el que me encuentre, se entregan -sus otros yo, sus copias- con una generosidad similar. Cierto, cada lugar impone sus lecturas: de política, de historia y también de narrativa y poesía locales. Pero los libros que una vez me poseyeron se las arreglan para reaparecer en los momentos más adecuados. Se diría que, desde el hogar central, estos volúmenes sobre los que he ido construyendo mis laberintos secretos, esas historias y palabras de las que no puedo prescindir porque con ellas moldeé mis sentimientos, manejan sus reencarnaciones exteriores con suma habilidad. Más que heraldos destinados a recordarme su importancia, se trata de amigos que se congratulan de poder ayudarme.
Vivir lejos y en otra cultura me proporciona, además, el placer de volver a acercarme a los libros leídos, esta vez en su idioma original. Soy muy mala para el aspecto oral de las lenguas, pero soy buena leyendo literatura en inglés y francés. Por eso recuperar las historias que antaño leí traducidas no es que las haga parecer nuevas, sino que me impulsan a sentirme primeriza al realizar el descubrimiento. A estas alturas existen suficientes ediciones de bolsillo de las grandes obras de la literatura como para hundirse y chapotear en la fiesta que ofrece la repesca de los antiguos títulos, de los viejos amigos.
Y luego están los libros no leídos que uno necesita transitoria pero violentamente, como si se tratara de esos mejunjes de autoayuda que a mí nunca me sirvieron para nada. El libro que contiene la oración pertinente de estímulo o consuelo. En una cierta ocasión en que me ahogaba de amores, Doris Lessing me tiró de las mechas desde una estantería con Love, again, que no es su mejor novela, pero que contiene una frase apta para detener las tormentas: "Un corazón roto es una cosa, y ya has pasado por eso. Pero una vida rota es otra, y puedes elegir decir no".
Lo más sorprendente es, no obstante, reconquistar las historias que ya llevo dentro, que ocupen otro lugar en el espacio; vestidas con nuevos ropajes, pero siempre las mismas. Porque los caprichos de los libros son sagrados, y las libertades que se toman con nosotros hay que respetarlas con espíritu agradecido.
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