La ciudad de las estatuas
Barcelona es ciudad de pocos monumentos, y encima algunos de ellos han tenido mala suerte. Cualquiera puede recordar el del doctor Robert, que el franquismo ordenó retirar de la plaza de la Universitat, y que no ha podido volver a su viejo emplazamiento porque la actual estructura del metro no resistiría su peso. O el de Francesc Layret, el abogado obrerista, que tardó casi 40 años en regresar a las viejas Rondas. O el de Anselm Clavé, que dejó de entronizar la Rambla de Catalunya. En otro sentido político, el de los Caídos, en la Diagonal, donde los oficinistas que hacen footing suelen exhalar su último suspiro. Incluso el monumento a Colón, nuestro símbolo, estuvo a punto de tener la peor suerte de todos. Santiago Salvador, el terrorista de las bombas del Liceo, presenció desde la cúpula el entierro de sus víctimas, y estuvo a punto de lanzar una granada más sobre la multitud. Menos mal que no la llevaba encima.
Si Barcelona es parca en monumentos para la historia, más aún lo es en monumentos para la belleza, para el arte, para la contemplación de la magia que han ido creando los años, el aire de la ciudad y las manos de los muertos. Hay bellísimas estatuas en cuatro plazas principales, pero poco más. El Ensanche, por ejemplo, tiene muy pocos sueños de artista y muchos sueños de matemático.
Por eso, para los barceloneses, llama más la atención el contraste de una ciudad como Oviedo, que este año es capital cultural. Oviedo es una ciudad museo, un regalo callejero y un catálogo de arte dedicado a esa gran víctima del olvido que es el ciudadano de a pie. En Oviedo, el arte por el arte está en cada esquina, forma una perspectiva de la ciudad y hasta ahora a ningún diligente funcionario municipal se le ha ocurrido cobrar entrada. Muchos barceloneses recordarán también que nuestra ciudad y Oviedo, tan lejanas, están unidas por dramáticos lazos de sangre. Nuestro alzamiento de octubre de 1934, efectuado por Lluís Companys, tuvo en parte su motivación en el deseo de ayudar a los mineros asturianos, alzados contra el Gobierno de Gil Robles. Pero por suerte para nuestra tranquilidad, no queda de eso ninguna estatua.
Queda el deseo de la tranquilidad y la paz, eso sí, y muchas asociaciones están dedicadas a la permanencia de tales bienes. Por ejemplo, la Federación de Periodistas y escritores de Turismo, que preside en Madrid Mariano Palacín, y su sección catalana, que preside Domènec Biosca. Sin paz no hay turismo, ni transportes, ni hoteles, y tampoco se admiten libros de reclamaciones. Con paz y poco dinero es posible dejarse llevar por los expertos en turismo, y ver en Oviedo, por ejemplo, la estatua de Woody Allen paseando como un ciudadano más, en este caso libre de impuestos. O el conmovedor grupo de La Lechera, que recuerda las épocas de las ciudades tranquilas y las voces de las vendedoras callejeras al despuntar el alba. O la de la Mujer sentada, en la plaza de la Escandalera, llamada así porque en ella se concentraban todas las protestas contra la autoridad, lo que le da sin duda una alta categoría ciudadana. O el monumento al Viajante, un homenaje a los vendedores de las viejas rutas (casas de comidas y ferrocarriles de vía estrecha) cuando se tenían que cargar las maletas y nadie vendía por Internet. Pero quizá el monumento más solemne sea el situado casi junto al teatro Campoamor, unas enormes piernas de mujer rematadas por un culo inmemorial, desafiador del tiempo. Esas piernas de mujer, que dominan la calle, son sencillamente las columnas que sostienen el mundo.
Como modesto escritor de turismo y como barcelonés que quisiera ver más estatuas en sus calles (las de los oficios sencillos, las de los hombres y mujeres que cada día construyeron nuestra historia) les aconsejo que visiten el museo al aire libre de Oviedo, donde encontrarán el alma que quizá hemos ido olvidando en la nuestra. Ah, y si tienen algún doblón para gastar y algún kilo que perder, no dejen de visitar, junto a Oviedo, el casi tricentenario balneario de Caldas, monumento al agua y a lo que aún tiene de placidez la vida. Por cierto, el Nalón va tan lleno que el señor Baltasar, hace unos días, hubiera ido allí a llevarse agua aunque fuera sorbiendo con una pajita.
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