"¿Y qué pasa con mi asistenta?"
Italia duda ante la ilegalización de cientos de miles de inmigrantes
Nápoles, primer Consejo de Ministros de la era Berlusconi. El responsable de Interior, Roberto Maroni, anuncia la vuelta de tuerca de la política de inmigración: endurecimiento generalizado, incorporación del delito de inmigración clandestina, 18 meses de retención a los sin papeles. Se acabó la displicencia. Es la hora de la mano dura.
En ese momento, se oye una voz femenina. Es la ministra de Igualdad de Oportunidades, Mara Carfagna, ex modelo, ex estrella de televisión, abogada.
-¿Y qué va a pasar con la asistenta de mi madre? -dice-.
-¿Y qué quieres? ¿Que legalicemos a todos los cuidadores para que la tuya sea legal? -replica otro ministro-.
700.000 familias temen perder a sus empleados de hogar y cuidadores
La cosa termina ahí. Es hora de dar gusto a los electores que han votado pidiendo seguridad. Acaba el Consejo, Maroni presenta al mundo su reforma.
Pero Carfagna, la mujer que provocó la crisis matrimonial de Silvio Berlusconi ("si no estuviera casado, me casaría con usted inmediatamente") y cuyo nombramiento ha sido recibido entre la ironía y el desprecio, no se arruga. Pide públicamente al Gobierno una normativa ad hoc para los sin papeles que ejercen tareas de cuidadores y asistentas.
"La justa vuelta de tuerca sobre la inmigración", explica, "no puede no tener en cuenta el problema relativo a los cuidadores y colaboradores domésticos que no han sido regularizados y sin los cuales Italia viviría un drama socio-asistencial que implicaría a las familias con menores, ancianos y discapacitados".
"Saber distinguir entre inmigrados-solución e inmigrados-problema es obligatorio para quien quiere garantizar la seguridad de los ciudadanos sin perder de vista el valor de la solidaridad", añade.
Después de semanas de ruido, furia y tensión, que han puesto en un brete la relación bilateral España-Italia (con discreta llamada a consultas del embajador en Madrid y visita informativa del ministro Ronchi incluidas), parece finalmente que la sensatez y los matices van llegando al fogoso Gobierno italiano. Incluso una ministra proclama las palabras prohibidas en aras de la nueva imagen de dureza: solidaridad, integración.
Al principio, Maroni hace como que se resiste ("no habrá regularizaciones para los que entraron irregularmente, eso sería un indulto"), pero con el paso de los días parece empezar a ceder: "Tendremos en cuenta naturalmente aquellas situaciones que tengan un fuerte impacto social, como la de los cuidadores".
Otro ministro, el de Cumplimiento del Programa, Gianfranco Rotondi, matiza un poco más: "El puño de hierro es necesario con los que delinquen, pero... no tenemos intención de meter en la cárcel a 500.000 personas".
De repente, todos parecen conscientes de la realidad. La propuesta de Carfagna parece reflejar mejor que cualquier otra la situación del país y de sus 3,5 millones de inmigrantes legales y 800.000 ilegales.
Cientos de miles de familias italianas dependen de los inmigrantes para poder vivir. Aunque el número de empleados domésticos extranjeros es imposible de cuantificar, precisamente porque muchos son ilegales y trabajan en negro, las asociaciones de inmigrantes y consumidores estiman que la cifra total llega a 1,7 millones, de los cuales solo 745.000 están dados de alta en Hacienda por sus empresarios. El resto ni siquiera tienen permiso de residencia.
Según la asociación de consumidores ADOC, sólo en Roma hay 100.000 extranjeros ilegales cuidando ancianos, niños y discapacitados. Y muchas familias están preocupadas porque "no quieren vivir fuera de la ley". Si el Gobierno insiste en convertir en delito la inmigración ilegal, unas 700.000 familias se arriesgarían no sólo a perder a sus empleados, sino que, de paso, se convertirían en cómplices de un crimen penado con entre uno y cuatro años de cárcel.
El partido del ex juez Di Pietro, Italia de los Valores, usó el sarcasmo para recordarle a Maroni que, entre inmigrantes ilegales y empleadores italianos, puede verse un día de estos "metiendo a tres millones de personas en la cárcel".
De momento, el ministerio manda señales contradictorias. Por un lado descarta encarcelamientos masivos de los extranjeros que ya estén en Italia, diciendo que las penas se aplicarán a los recién llegados. Por otro, afirma que las expulsiones rápidas afectarán a los ya residentes.
Muchos de esos empleados y enfermeros trabajan como internos y cobran entre 600 y 800 euros al mes. La mayoría son mujeres extracomunitarias, peruanas, ecuatorianas, filipinas. Muchas otras son europeas, más concretamente rumanas.
Su denominador común, ahora, es que tienen miedo. "Quiero tener los papeles en orden y vivir aquí, pero las televisiones dicen que la idea del Gobierno es botarnos a todos", explica Alberta, una peruana de 43 años que trabaja como interna en Roma.
Tras esta fase inicial que el líder de la oposición, Walter Veltroni, ha calificado como "el momento de los fuegos artificiales" del nuevo Gobierno, el propio Ejecutivo ha admitido que "refinará" las medidas de política migratoria en el Parlamento. "El Gobierno lucha por mejorar la seguridad de los ciudadanos, no por arrebatarle a las abuelitas sus enfermeras", dice Rotondi.
La ola xenófoba que alimenta el miedo al diferente parece ir, por tanto, remitiendo. Según el informe de Amnistía Internacional, a la izquierda no le ha faltado culpa en ese clima. El propio Veltroni ha sido señalado por Amnistía Internacional como uno de los primeros políticos italianos que manejó el reflejo xenófobo contra la comunidad rumana. Ahora, ha corregido el tiro y ha condenado "las actitudes racistas y la violencia xenófoba y neofascista" que ha vivido el país, y especialmente Roma, en las últimas semanas.
Se diría que, finalmente, los políticos se han dado cuenta de la irresponsabilidad que supone alimentar ese monstruo. Incluso Maroni ha empezado a preocuparse. Esta semana ha dicho que teme un regreso de la violencia política a Italia. Y el alcalde de Roma, Gianni Alemanno, parece haber recapacitado y se ha manifestado contra el racismo. Después de hacer piña nacionalista incluso contra los medios extranjeros que denunciaban el clima y los brotes de violencia, se diría que ha llegado la hora de la reflexión.
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