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Columna
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Oírlo

Durante el reciente homenaje a las víctimas del terrorismo en el Kursaal, Leoncio Sainz - guardia civil que en 1984 fue gravemente herido en un atentado de ETA en Galdakao- habló del llanto de los niños de la casa cuartel de Legutiano, tras la explosión, este 14 de mayo, del coche bomba que costó la vida a Juan Manuel Piñuel e hirió a varios de sus compañeros. Leoncio Sainz habla del llanto de esos niños, el público puede imaginarlo, pero no lo oye. ¿Qué hubiera pasado si en ese momento lo oye? ¿Si de alguna manera (técnica o inexplicable) el llanto de esos niños, arrancados en medio de la noche del sueño y de la felicidad, hubiera resonado realmente en el auditorio del Kursaal? Hubiera pasado, sin duda, un estremecimiento por la sala. Y un acumularse de reacciones vivas, imprevistas, indisimulables. Hubiera pasado la sensación de una forma de cercanía nueva con la realidad de lo sucedido y del terror. Pero el llanto no se oyó, sólo fue evocado.

En algunos lugares de Euskadi el ambiente aún es menos acogedor para víctimas que para verdugos

Es la distancia, que a veces es un mundo, entre la realidad y su representación. Lo que me lleva a repasar de memoria algunos de los monumentos de homenaje a las víctimas del terrorismo que han sido colocados en distintos lugares de Euskadi: delante del Parlamento vasco, en el parque de Doña Casilda, en los jardines de Alderdi Eder... todas estas obras- un laberinto enrejado, un monolito, una columna arañada- tienen en común, además de su trágico motivo, su pertenencia a lo que muy resumidamente llamaré la abstracción. No representan de un modo figurativo o literal sino mediante metáforas, a través de formas dotadas de su propio sentido nos conducen hasta la otra significación profunda: el drama personal y social de las víctimas del terrorismo.

De una manera general, además de admirar alguna de esos monumentos, apruebo su opción: porque lo abstracto es exigente, necesita atención y así provoca un diálogo con la obra que es siempre actualizador de los sujetos o de los temas representados. Pero lo que puede valer fluidamente, como sin objeción, para el arte no tiene por qué valer igual para la vida. En el arte la abstracción es un canal de comunicación, un puente; en la vida, la abstracción es a menudo sinónimo de irrealidad y de distancia: un conocer difuminado, un imaginar sin figurarse. En la vida real de Euskadi y durante mucho tiempo las víctimas del terrorismo lo han sido también de esa "abstracción", de actitudes políticas y sociales en muchos casos negadoras o distanciadoras: desconocimiento, olvido, desconsideración (cuando no desprecio), ambigüedad o indiferencia... Hoy afortunadamente esas distancias se van acortando, la resolución de su imagen en la sociedad aumenta, el volumen de su voz se hace audible. Pero queda aún mucho camino por hacer: basta con ver las "paradojas" político-dirigentes (por ejemplo, que coexistan explícitamente en el mismo partido el homenaje a las víctimas y las reservas frente a una moción ética); basta con acercarse a algunos lugares de Euskadi donde el ambiente resulta aún mucho menos acogedor para las víctimas que para los verdugos. Y creo que para avanzar más conviene que la representación de los estragos del terrorismo no se base sólo o esencialmente en la abstracción; que se apegue con viveza a su realidad más cotidiana, que permita no sólo saber del llanto sino oírlo.

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