Las ilusiones resistentes
Estoy francamente preocupado: desde los siete años soy del Real Madrid, y el fútbol ha sido uno de los grandes placeres de mi vida. Llevo dos temporadas, sin embargo, sintiéndome muy frío respecto a mi equipo y bastante aburrido con ese deporte en general. Me he sorprendido celebrando los goles que el Getafe le marcó al Bayern Múnich, o el Liverpool al Arsenal en la Copa de Europa, o el Numancia a cualquiera en Segunda División, en mucha mayor medida que los de Raúl o Robinho a sus rivales. He intentado averiguar a qué se debe esta frialdad, porque la cosa llega tan lejos que casi he vivido con indiferencia que el Madrid se haya proclamado campeón de Liga. Cuando la ganó el curso pasado, me ocurrió otro tanto. Tal vez sea que los madridistas de antaño -los que en la infancia vimos a Di Stéfano, Kopa, Puskas y Gento- no nos quedamos conformes si, además de ganar, no creemos haberlo merecido. Y en estas dos últimas temporadas yo no estoy muy seguro de que mi equipo haya sido el mejor, ni siquiera el menos malo. Tengo la sensación de que estos dos títulos nos han caído de rebote, y de que bien podían haber ido a otra parte por el mismo procedimiento desganado y azaroso.
El único jugador que me ha hecho vibrar en ocasiones, y que por suerte -ya era hora- ha sido titular muchas veces, ha sido Guti, un gran talento que el Madrid ha desperdiciado durante casi diez años, relegándolo al banquillo o permitiéndole saltar al campo unos míseros treinta minutos. En él, a veces en Raúl y a menudo en Casillas reconozco al Madrid de toda la vida: al ambicioso, al que nunca se rendía, al que se exigía imaginación e inconformismo constantes. En el resto de la plantilla, a duras penas. No logro acostumbrarme a ver con la camiseta blanca a individuos como Diarra, Gago, Baptista o Snejder, inconsistentes cuando no deprimentes. Tampoco me explico que los tres futbolistas mencionados en primer lugar, de los cuales dos ya han cumplido la treintena, sean los últimos canteranos en haberse instalado en el primer equipo. Téngase en cuenta que de esa escuela salieron Velázquez, Pirri y Grosso; Butragueño, Míchel, Martín Vázquez y Sanchis; o Urzaiz y Eto'o, aunque el Madrid los desaprovechara; y ahora están llenos los demás equipos de jóvenes destacados que proceden de ella: Arbeloa, Negredo, De la Red, Granero y tantos otros. Pero en el Madrid que los cría, ni rastro, mientras el Barça saca una joya tras otra.
Pero no es sólo mi relación con el Madrid lo que me preocupa. La impropiamente llamada Liga de Campeones lleva ya disputándose los suficientes años para que no canse ver, cada temporada, cómo el Madrid se enfrenta al Olympique de Lyon o al Bayern Múnich o a la Roma, o el Barça al Inter o al Chelsea, o el Chelsea al Liverpool o al Milan, o el Manchester United a la Roma o al Barça. Lo que antes se producía de tarde en tarde, y en verdad era un acontecimiento (hacía falta que cada equipo ganara la Liga de su país, y que el sorteo los emparejara luego), se ha convertido en reiteración y rutina. Los codiciosos responsables del fútbol y los patanescos presidentes de clubs se han encargado de que ya no haya nada excepcional, nada que pueda ansiarse. Hasta los mejores platos aburren si se sirven a diario, o en este caso cada año. Nada tiene ya de particular ver un Juventus-Arsenal, un Real Madrid-Oporto o un Liverpool-Celtic Glasgow. Y por ello se hace difícil recordar cada enfrentamiento. El último partido europeo del Madrid que mi memoria atesora es el de Old Trafford que acabó 2-3, y de él debe de hacer ya un decenio. Todo lo que ha venido después -exceptuando las tres finales ganadas, contra la Juve, el Valencia y el Ba¬¬yer Leverkusen- me parece indistinguible.
Este mes de junio hay además Eurocopa. Como con España es imposible ilusionarse, y más aún con Aragonés y su selección de medianías, yo suelo ir con Italia e Inglaterra, por ser los dos países en que más he vivido después del mío. Pero Inglaterra ya quedó eliminada, y con la Italia fascista de Berlusconi, Bossi y Fini, ir se hace muy arduo, más aún tras su decepcionante juego en el Mundial de 2006, que no obstante le sirvió para alzarse campeona, he ahí un buen ejemplo de la decadencia del fútbol. Y están los de siempre: la poco imaginativa, pesadísima Alemania; la siempre prometedora pero entristecida Portugal; la laboriosa República Checa, la decaída Rusia; la inverosímil campeona vigente, la tacaña Grecia. Faltará en cambio la mucho más divertida y anárquica Escocia, y Holanda se va pareciendo peligrosamente a su vecina y soporífera Bélgica. Y, pese a todo, sé que me pasaré las horas delante de la televisión, viendo cuantos partidos pueda. Animaré un poco a España hasta que me irriten y me impidan hacerlo el excesivo patrioterismo de los locutores y la injustificada chulería de los forofos. Iré con Italia, pensando en mis amigos de ese país horrorizados por el fascismo que los gobierna y rodea. El fútbol empieza a ser para mí como los toros para los viejos aficionados escépticos: han visto tanto bueno que no esperan encontrar ya nada comparable. Y sin embargo siguen acudiendo un día tras otro a las plazas. Será que hay ilusiones infantiles que no terminan de perderse nunca.
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