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El rey-bufón

Rafael Argullol

Vuelvo de Italia, país en el que viví varios años y al que regreso siempre que puedo. La mayoría de mis amigos están desolados porque no entienden cómo un personaje de la catadura de Berlusconi, siendo un fenómeno político, muy tangible por tanto, se ha convertido casi en un problema metafísico sobre el que se hacen todo tipo de cábalas. Por lo general estos amigos tienden a creer que se trata de una anomalía "muy italiana" y, paralelamente, expresan una curiosa envidia por la situación española: Zapatero está en boca de muchos como antídoto benéfico de su Berlusconi.

A mí me parece que el personaje Berlusconi -no sé a quién se le pudo ocurrir llamarle Il Cavaliere-, aunque posee características genuinamente italianas, trasciende el escenario político de Italia y en este sentido se ha transformado en un arquetipo que nos afecta a todos. Lo más preocupante es que en muchos aspectos Berlusconi se perfila, no tanto como una rémora del pasado inmediato, cuanto como un anticipador de tiempos futuros.

El personaje Berlusconi es más que italiano, es un anticipo del futuro
Francia y Holanda ya sufren el mal moral de Italia. Y España no está a salvo

En el juego de hipótesis acerca del personaje yo he apostado ante mis amigos italianos por una que explicaría el éxito inédito de alguien como él: Berlusconi habría tenido la habilidad de apoderarse de dos papeles contrapuestos del escenario para erigirse en rey-bufón. Esta síntesis le daría una ventaja de grandes proporciones pues asumiría las funciones de las dos figuras, el poder del rey y el contrapoder del bufón. Basta recordar las obras de Shakespeare o las pinturas de Velázquez para rememorar en qué consistía dicho contrapoder y cómo la bufonada canalizaba y redondeaba el absolutismo real. El bufón necesitaba del rey para difundir su visión grotesca -y popular- del mundo; el rey requería del bufón una ironía brutal que hiciera soportable su arbitrariedad.

La jugada maestra de Berlusconi ha sido usurpar muchos papeles y presentarlos superpuestos ante sus adversarios. De un lado, el rey absoluto que se apodera de la mayoría de los resortes del poder; de otro lado, el bufón que distorsiona grotescamente el paisaje, aunque no para proclamar la verdad -como harían los bufones medievales o barrocos-, sino para reforzar la mentira.

En cuanto rey, Berlusconi es el hombre más rico de Italia y el propietario casi monopolístico de los medios de comunicación. En cuanto bufón, es el encargado de ironizar sobre su propio poderío mediante la continua manipulación del lenguaje.

Creo que lo catastrófico para la sociedad italiana ha sido dejar que se cerrara el círculo permitiendo que Berlusconi dispusiera del poder y del contrapoder. Eso hace que muchos perciban la situación política como una enfermedad espiritual y moral. Yo puedo estar de acuerdo con este diagnóstico siempre que al sopesar los síntomas de la epidemia Berlusconi se advierta que junto con ciertos factores locales, genuinamente italianos, hay factores de peso y gravedad universales.

El rey-bufón ha sabido explotar con enorme astucia los demonios familiares de Italia, desde la endémica ruptura entre el Norte y el Mezzogiorno hasta la interferencia constante del Vaticano. También ha aprovechadosin contemplaciones el hundimiento de la clase política italiana de posguerra, la más culta y gastada de Europa, y especialmente del Partido Comunista, que después de ser un microcosmos casi perfecto se sumió en un proceso suicida con sucesivas autoaniquilaciones hasta llegar a la patética confusión actual.

Mientras el viejo sistema se deterioraba, Berlusconi aprendía a ser rey-bufón: se hacía rico por medios opacos, esquivaba juicios, compraba televisiones y, por encima de todo, distorsionaba el lenguaje público. Sus oponentes, enredados en disimular la quiebra de sus ideologías con denominaciones vegetales -que si Olivo, que si Margarita-, hubieran debido de advertir a quién tenían delante cuando Berlusconi le puso a su partido el grito de guerra de los tifosi: Forza Italia.

Toda una declaración de guerra, en efecto, simultáneamente belicosa y bufonesca, con la que Berlusconi dejaba bien claro cuál era su ambiciosa perspectiva tras la disolución de las ideologías de procedencia ilustrada y romántica ¿Y en qué consistía esta perspectiva? Fundamentalmente en un moralismo sin moral que supuestamente liberaba a la sociedad de la mala conciencia que durante tantos años había inculcado la ideología utopista: nuevos ricos, podéis practicar tranquilamente el novorriquismo; especuladores, con argucias y suerte os libraréis de los tribunales; ignorantes, ni tenéis cultura ni os hace falta tenerla; vulgares, haced ostentación de vuestra vulgaridad; triviales, benditos seáis por vuestra trivialidad. Todo aderezado con la astracanada y la pirueta circense aunque férreamente sustentado en el poder del dinero.

Es decir, el berlusconismo, del cual el propio Berlusconi debe opinar que existe no tanto por él como por la voluntad de los ciudadanos: el berlusconismo en cuanto estado espiritual. Y si así opina no le falta razón porque, desde luego, él no ha inventado el despiadado pragmatismo de estos últimos años, sino que, gracias a su condición de rey-bufón, le ha sabido dar forma de una manera particularmente dañina y espectacular.

Sin embargo, en lo que se equivocan, pienso, mis amigos italianos es en creer que la epidemia Berlusconi es únicamente local. Influye en esta apreciación que en Italia los síntomas presenten una singular virulencia en estas primeras semanas posteriores al triunfo electoral de la derecha. De pronto, los ciudadanos ven en televisión escenas que recuerdan otros tiempos: jóvenes vociferando con el saludo romano o ataques populares a los campamentos de inmigrantes ilegales. Todo esto es llamativo pero no sorprendente dado el espectacular aumento de las opiniones xenófobas en el seno de la sociedad. Sin salir de Europa encontramos indicios de la misma enfermedad moral que conmueve Italia en Francia u Holanda.

Hay una fórmula para describir la ceguera ante la propia enfermedad, una ceguera que entraña enormes peligros: los enfermos son los otros. Es decir, como siempre, los extranjeros. Con respecto a España, a la que sorprendentemente muchos citan como tierra de promisión, es verdad que nuestro engranaje político, por fortuna, no ha llegado al grado de deterioro del de Italia, ni ha aparecido todavía -esperemos que no aparezca- un rey-bufón como Il Cavaliere. Pero la tragicómica endogamia de los partidos es ya similar. ¿Y qué decir del novorriquismo, la corrupción, la vulgaridad o la ignorancia? Competimos en ser la Octava Potencia Económica del Mundo. Zapatero dice que es España. El pobre Prodi decía que todavía era Italia. Y también, según todos los estudios, competimos en ser uno de los países con la peor educación de Europa.

Rafael Argullol es escritor y filósofo.

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