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Bush y el espejismo de la 'Pax americana'

Sami Naïr

Israel no ha tenido nunca, desde 1948, un aliado tan bien dispuesto como el presidente Bush. Más que un aliado, un partidario incondicional, totalmente devoto de los ideales sionistas y religiosos de las facciones israelíes más radicales. Para los dirigentes israelíes es una maravilla; para muchos israelíes lúcidos, conscientes del reto histórico que representa la existencia de Israel en esa parte del mundo, es una catástrofe.

Porque, desde que llegó a la Casa Blanca, Bush ha desempeñado el papel de genio malvado: ha empujado a Israel a seguir sus peores inclinaciones, ha convertido la política de la fuerza brutal y la expansión del caos -la que él mismo ha practicado en Irak- en estrategia banal para gestionar el conflicto palestino-israelí, e incluso llegó a extender esta concepción a las relaciones con el vecino libanés cuando Israel llevó a cabo su intervención en 2007. Esta solidaridad cómplice con los halcones israelíes ha quedado al descubierto como un desastre estratégico, diplomático y moral para Israel, que hoy, ocho años después de la llegada de Bush al poder, no ha avanzado absolutamente nada hacia la solución del conflicto. Es decir, la paz está más lejos que nunca.

Sin negociar con Hamás, Siria e Irán es imposible la paz en Oriente Próximo
Annapolis no lleva a ninguna parte porque se basa en premisas erróneas

Ahora, Bush está a punto de retirarse y quiere dejar como legado un recuerdo feliz: el del hombre que organizó Annapolis y abrió el camino a la paz. Pero también ahí fracasará, porque toda la estrategia estadounidense obedece a cálculos equivocados, que no tienen en cuenta ni la realidad de las correlaciones de fuerzas sobre el terreno, ni la naturaleza sociopolítica de los movimientos involucrados en el conflicto, ni la debilidad de los aliados tradicionales de Estados Unidos en Oriente Próximo, ni mucho menos la complejidad del juego de las potencias regionales.

¿Cuál es la situación? Ehud Olmert, primer ministro israelí, está muy debilitado por sus dificultades con la justicia; además, sus adversarios no van a dejarle tomar ninguna decisión, sobre todo a pocos meses de las elecciones estadounidenses, porque saben que el futuro de cualquier iniciativa depende del próximo titular de la Casa Blanca. El bando palestino, por su parte, está más dividido que nunca, tanto porque la Autoridad Palestina representada por Abbas ya no representa a la mayoría de los palestinos como porque el movimiento Hamás está excluido -por su no reconocimiento formal de Israel- de las negociaciones. El vecino Líbano está en llamas, consecuencia, entre otras cosas, de la invasión israelí de 2007, que provocó el reforzamiento de Hezbolá. Siria, a la que se pretendía marginar mediante una estrategia franco-norteamericana, es la que controla Líbano y sabe que el tiempo, factor decisivo en Oriente Próximo, juega a su favor.

Sigamos. Irán, demonizado desde el principio de los años ochenta, se ha convertido en la principal potencia regional, gracias a la intervención estadounidense en Irak. En cuanto a los

aliados árabes de Estados Unidos, son más impotentes que nunca. Egipto prácticamente no cuenta por su seguidismo proamericano; Arabia Saudí, considerable potencia económica, se ha debilitado tras su casi ruptura con Siria y la negativa israelí a discutir sus propuestas de paz. Además, está presa de un dilema: no puede abandonar el apoyo a Hamás por miedo a empujarlo en brazos de Irán, que ya le respalda con fuerza. Y Hamás sabe aprovecharse de esa rivalidad.

En resumen, las grandilocuentes perspectivas de Annapolis, que debían desembocar en la creación del Estado palestino este mismo año, se encuentran en bastante mal estado. ¿Significa eso que estamos ante un objetivo inalcanzable? No está claro, porque la Autoridad Palestina, Israel, Egipto y Arabia Saudí pueden firmar un papel, un simple papel, que proclame "la existencia de un Estado palestino" e intente dar el pego. Un documento que no resolvería nada sobre el terreno, del mismo modo que Annapolis no ha aportado ninguna solución.

¿Por qué este estancamiento? Por desgracia, no es nada nuevo: es el bloqueo de siempre, el grano de arena que paraliza todas las soluciones. El problema fundamental es un parámetro de la propia negociación: Israel y Estados Unidos no aceptan negociar más que con quienes reconozcan de antemano la existencia de Israel, lo cual para ellos significa la renuncia a la resistencia.

Es un parámetro de negociación erróneo que pone en un callejón sin salida una realidad estructural del conflicto: Israel no puede ser reconocido mientras siga adelante con sus asentamientos, como no puede tener paz y seguridad al tiempo que sigue ocupando los territorios palestinos. O una cosa o la otra.

Baste pensar lo que ocurrió después de los Acuerdos de Oslo y el histórico encuentro entre Rabin y Arafat. Los acuerdos implicaban el reconocimiento del Estado israelí por parte de los palestinos, cosa que estos últimos hicieron, pero también el fin de los asentamientos y la ocupación. Ahora bien, el general Sharon se propuso destruir los acuerdos porque los consideraba peligrosos para Israel. Y efectivamente los destruyó y sacó provecho de ello: regresó al poder y acabó con la infraestructura del incipiente Estado palestino, con lo que dejó el territorio palestino en manos de la resistencia islamista. Al destruir así a la OLP, en 2002, Israel abrió la puerta a Hamás.

Arafat se negó a someterse a la estrategia de israelíes y estadounidenses -basada en el parámetro de que el reconocimiento de Israel implica, en la práctica, la no resistencia a la colonización y, por tanto, equivale a una capitulación- y, como consecuencia, fue bombardeado en Yenín, aislado y eliminado.

Su sucesor, Abbas, fue elegido con el aval de Estados Unidos y, desde que está en el poder, no ha cambiado nada, absolutamente nada, en los parámetros de la negociación, salvo que sobre el terreno manda Hamás.

Una serie de grandes tendencias muestran la inanidad del parámetro estratégico mencionado. Por una parte, la opinión pública israelí, en su gran mayoría, quiere la paz. El pueblo israelí tiene la sensación de que sólo es posible ganar esta guerra de más de medio siglo si los palestinos obtienen su propio Estado. Por otra parte, los palestinos no votaron mayoritariamente a Hamás porque sea un partido islamista integrista, sino porque les parece que representa la resistencia a la ocupación y está libre de corrupción, a diferencia de Al Fatah. La Autoridad Palestina está totalmente desacreditada y Mahmud Abbas tiene la imagen, real o equivocada, de hombre de Estados Unidos.

Ya no es posible la Pax americana en el conflicto palestino-israelí. El modelo de Annapolis, que excluye a Irán y Hamás, está condenado al fracaso. La paz pasa por la negociación directa con todas las fuerzas palestinas, incluido Hamás, que ha declarado estar dispuesto a aceptar la existencia de dos Estados, israelí y palestino, si terminan la ocupación y los asentamientos. Y tampoco es posible ninguna paz que excluya a Siria e Irán.

Pero Bush no tiene más estrategia respecto a Irán, Siria y Hamás que la confrontación. Una estrategia nada inteligente y cargada de sufrimiento para todos los pueblos de la zona, empezando por israelíes y palestinos.

Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Carlos III de Madrid. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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Sobre la firma

Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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