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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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El más bello de los monstruos

Diego A. Manrique

La última biografía de Leni Riefenstahl -de Stephen Bach, editada por Circe- produce mucho agobio. Primero, por la deficiente traducción, que obliga constantemente a imaginar las frases en inglés y buscar un sentido lógico. Segundo, por la odiosa testarudez de la protagonista. Leni (1902-2003) pasó sus últimos 60 años negando lo evidente: que era la cineasta favorita de los nazis, que financiaron generosamente sus películas; íntima de Adolf Hitler, echaba la culpa de todos sus contratiempos a los judíos.

Podría ser otro libro más sobre la memoria selectiva de una generación de alemanes, pero también sirve como estudio de la personalidad de los artistas, de cierto tipo de artistas. ¿Ingratitud? Pasma la facilidad con que la Riefenstahl reniega de las personas que facilitaron su carrera, a las que borra de sus afectos (o de los créditos de sus filmes) según se tornan prescindibles.

Para Leni Riefenstahl, el artista no está atado a las consideraciones morales

Y el narcisismo. Casi centenaria, supervisa cómo aparece en cámara; se indigna cuando el realizador de un documental se pierde el momento en que ella se emociona al enterarse de la muerte de algunos viejos conocidos de la etnia nuba, en Sudán (finalmente, se enciende el piloto rojo, se repite la escena y derrama unas lágrimas perfectas). Leni no era la Mesalina que viboreaban sus enemigos, pero, incluso cuando ya estaba en la ancianidad, recurría a sus poderes de seducción.

Sobre todo, Leni pleiteaba. Azuzaba a sus abogados cuando alguien se atrevía a refutar su desconocimiento de las masacres nazis (y aparecían unas fotos que la situaban en medio de una matanza de la Wehrmacht en Polonia). También negó haber usado a prisioneros del Tercer Reich como extras en su versión de Tierra baja, unos desdichados gitanos a los que caracterizó como campesinos españoles. Se salvó por un tecnicismo: no salieron de un campo de exterminio, sino de un campo intermedio, anterior a su destino final.

Leni Riefenstahl es un libro implacable. Stephen Bach acepta la belleza de obras como El triunfo de la voluntad y Olimpiada, pero desmonta las repulsivas mentiras de su realizadora, una dama absolutamente indignada de que no pueda explotar sus clásicas (como propiedad del extinto partido nazi, pasan a una empresa federal, igual que Mi lucha es heredado a regañadientes por el Land de Baviera). Su tenacidad desgasta la resolución de las autoridades democráticas: termina cobrando el 70% de los ingresos generados, cantidades respetables dado que contienen material esencial para documentales y series televisivas.

Así que Leni pasa casi dos tercios de su vida construyéndose una falsa imagen y litigando. Ocupaciones tan extenuantes que van en detrimento de su proyecto artístico: fracasan otros proyectos de películas, tanto por su reputación política como por su altivo caos creativo, que le imposibilita para desarrollar guiones que convenzan a inversores.

Pero quien resiste, gana. Como todo lo prohibido, el cine de Leni Riefenstahl termina por ser reivindicado, ayudado por la "teoría del autor" que difundía Cahiers du Cinéma. Además, triunfa en su segunda carrera, como fotógrafa de vagas pretensiones antropológicas, con sus erotizados retratos de los nuba. Para Susan Sontag, sus nubas "son mejores nazis, bárbaros más puros, los verdaderos teutones".

Para entonces, ya era una figura de ambiguo glamour. Ascendió al santoral de algunas feministas, fue celebrada por Andy Warhol, Jodie Foster pretendió interpretarla en un biopic, trató a Mick Jagger. Ah, claro: los monstruos del rock saben de que la peor metedura de pata puede ser superada. ¿Ejemplos? Neil Young ensalzando al presidente Reagan, Bob Dylan asegurando que urgía ayudar a los hipotecados granjeros estadounidenses antes que a los hambrientos de Etiopía. Hay más: Eric Clapton deplorando que el Reino Unido acogiera a tantos inmigrantes, David Bowie proclamando que a veces se necesita un führer. Ellos tenían excusas: drogas, alcohol, delirios. Leni no se atrevió a articular su coartada: que el artista no está atado a las consideraciones morales.

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