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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

A los 60

Israel tiene mucho que celebrar, pero su futuro se oscurece sin la paz con los palestinos

Sesenta años después del nacimiento del Estado judío en tierras básicamente palestinas, en lo que algunos consideran un acto de imperialismo occidental, se mantiene el debate sobre lo que Israel fue y en lo que se ha convertido. No es coincidencia que la nación formada por quienes no tenían otro lugar donde vivir se alumbrara tres años después de la liberación de Auschwitz. Y si la mala conciencia mundial fue crucial en la decisión de la ONU de otorgar finalmente a los judíos un lugar propio al sol, el origen de la tragedia colectiva que no ha dejado de serlo desde 1948 es que ese mismo derecho básico es aplicable a los palestinos.

Israel tiene buenos motivos para celebrar su 60º cumpleaños. Es un Estado consolidado y próspero, un aluvión de etnias que ha multiplicado su población, que ha podido sobrevivir pese a un profundo sentimiento de inseguridad, que avanza gracias al esfuerzo de su gente y al apoyo sin fisuras de EE UU, que mantiene un sistema político frágil, pero democráticamente modélico en comparación con el de cualquiera de sus vecinos árabes. Los sondeos dicen que el 40% de los israelíes (que se consideran más judíos que israelíes) creen seria la amenaza de destrucción por parte de sus enemigos, pero más del doble de ese porcentaje está satisfecho con sus vidas. Los claroscuros del cumpleaños son, con matices, casi los mismos de siempre: la falta de progreso en el diálogo con los palestinos -entre otros motivos porque no hay signos de que Israel tenga ninguna urgencia por ello, pese a Bush- y la inoperancia de otro jefe de Gobierno acorralado por los escándalos. Quizá el rasgo más preocupante de este Israel sea su aparente convicción de que puede vivir indefinidamente sin hacer la paz.

En el reverso de la medalla, los palestinos tienen inobjetables razones para lamentar el aniversario de su debacle. Sesenta años después de la destrucción de su mundo, y tras generaciones de perdedores, carecen de lo que les fue prometido. Son una minoría vulnerable, dividida, y desperdigada, viviendo en el exilio o bajo dominio extranjero. Nadie puede convencerles de que lo ocurrido en 1948 fue justo o asumible, y las perspectivas del conflicto más enquistado del mundo, con su inacabable narrativa de victimismo por ambas partes, no son hoy mejores que ayer. Los poderes terrenales deben una reparación a su desesperanza.

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