Inmenso Woody
"El viernes desperté y, como el universo está en expansión, tardé más de lo habitual en encontrar mi bata", escribía Woody Allen en su libro Pura anarquía. La frase podría contener la esencia de Allen: la voz del hombre insignificante enfrentada a la inmensidad de un cosmos indiferente, una voz capaz de desintegrar toda fatuidad y tentación de trascendencia con estoicismo, sentido común y esa tendencia tan judía de reírse de uno mismo. Y es que el autor de Manhattan (1979) es una realidad en perpetua expansión, alguien que ha sabido transitar con brillantez del guión televisivo al stand-up, del relato breve al cine perdurable. Y todo ello sin dejar de tocar el clarinete una vez por semana, si las neurosis no lo impiden.
Hay tantas versiones de Woody Allen como mutaciones de Zelig, pero también existe una verdad como un templo: si Allen no se hubiese reformulado como cineasta serio (pongan las comillas que quieran) a partir de Annie Hall (1977), su importancia seguiría siendo gigantesca, porque su irrupción en el medio con Toma el dinero y corre (1969) abrió un capítulo fundamental en la historia de la comedia. Recogiendo el testigo de la locuacidad verbal de Groucho Marx y los ecos del slapstick de los mejores cómicos del mudo, Allen fundó un arquetipo inédito hasta entonces, espejo tragicómico de las miserias, inseguridades y desequilibrios del urbanita contemporáneo. Como el Leopold de Ulises, el arquetipo Allen es la sublimación del hombre ridículo como pretexto para hablar sobre todo lo divino y lo humano.
Al cineasta Allen se le puede reprochar que haya invertido demasiado tiempo en imitar modelos tan insalvables como los de Bergman y Fellini: esfuerzo innecesario desde que con películas como Manhattan y Annie Hall certificó el nacimiento de una mirada propia y libérrima.
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