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Columna
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El yo futuro

Es lógico que los presidentes autonómicos se peleen por el dinero del Estado y, en nombre de la igualdad y la solidaridad entre las nacionalidades y regiones de España, procuren llevarse, cada uno, lo máximo posible para los servicios públicos de sus comunidades. Los gobernantes andaluces están entre quienes se oponen a que se den ventajas a los territorios donde más recauda Hacienda, porque los impuestos los pagan los individuos, y no los territorios, y la riqueza nacional de España debe distribuirse igualitariamente, es decir, para que disminuyan las diferencias de renta entre los ciudadanos de unos territorios y otros.

El problema es que los individuos españoles son lo importante a la hora de repartir la riqueza, pero nos educan en una exaltación permanente del yo andaluz. Los locutores de los medios de comunicación autonómico-estatales identifican en el acto como andaluz al tomate andaluz y al árbitro de fútbol andaluz. Los sistemas de salud y educación son andaluces, por supuesto, pero también, por su financiación, son obviamente españoles. Funcionan, sin embargo, como marcas de identidad andaluza. Supongo que, cambiando el adjetivo, lo mismo sucederá en otras autonomías, y que los presidentes de todas, en el momento de repartir el dinero del Estado, pensarán en el servicio a sus electores, que los votan por el esplendor regional. La identidad económica no coincide exactamente con la identidad patriótica.

Nos educan en la autofelicitación por el hecho de haber nacido donde nacimos, en el patriotismo autocelebrativo, como decía el poeta catalán Gabriel Ferrater. La pelea económica entre comunidades autónomas aumentará el nuevo fervor patrio, con los catalanes como enemigo principal, una vez que quedaron exentos vascos y navarros, independientes en estos líos. La defensa de los intereses de Andalucía hará más grande a Andalucía como patria, y los niños andaluces reciben ya una educación adecuada a las circunstancias: el culto a la identidad, al yo, a lo mío, a lo nuestro. La Junta impulsa una especie de cursos de egocentrismo, esa mentalidad que siempre acaba convertida en pasión. Los estudiantes de primaria y secundaria aprenden a hablar del Estado en un neutro lenguaje jurídico-administrativo, y a sentir lo andaluz como una cuestión personal, caliente, de identidad, tan importante como la identidad de uno mismo.

Son educados los colegiales en un narcisismo de razonamientos patrióticos, para "reforzar la autoestima y la identidad personal". Cultivan la identidad personal y la identidad andaluza, porque, según la Consejería de Educación, "la adolescencia es una etapa fundamental en la definición de las identidades en su dimensión social y personal". Los alumnos y alumnas de secundaría "deberían ir construyendo sus identidades como andaluces", mandan nuestros gobernantes, y una cosa así me suena simultáneamente íntima y épica, pero me deja la duda de qué sentido de la igualdad entre comunidades de España tendrán los jóvenes crecidos en estos principios de identidad y autoestima. Cuando les toque gobernar, habrán adquirido un monumental ego andaluz, curtido además en las periódicas refriegas interregionales por los fondos de la Hacienda pública española.

Puesto que los programas educativos vigentes en Andalucía piden "reforzar la autoestima e identidad" de los estudiantes, ¿quedará alguno que entienda, dentro de unos años, el sentido de la Constitución de 1978, la igualdad entre los españoles? Lo lógico y normal es que se haya agigantado el sentimiento del yo, de lo mío, de lo nuestro andaluz. Y siempre sentiremos que se nos da algo de menos o se nos pide algo de más. Empeñados por el momento, como manda la Consejería de Educación, en "la construcción histórica, social y cultural de Andalucía", todavía compatibilizamos el reparto español del dinero con nuestro amor propio de andaluces.

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