Un hombre de las dos Españas
Leopoldo Calvo-Sotelo era en sí mismo un paradigma de las dos Españas. Sobrino del líder de la ultraderecha José Calvo Sotelo, cuyo asesinato encendió la mecha de la Guerra Civil, y tío de la actual ministra de Educación del Gobierno socialista, su biografía es rica en lazos familiares de alta significación política, debido también a su segundo apellido, Bustelo, que le hizo entroncar con sectores de la izquierda y el liberalismo republicano, y, a través de ellos, por vínculos familiares indirectos, con los Azcárate, nombre de prosapia en la izquierda socialista y comunista de nuestro país. Por si fuera poco, había casado con Pilar Ibáñez Martín, hija de un ministro de Educación de Franco y genuino representante del integrismo católico. Fue en esta doctrina en la que sin duda se inspiró la educación primera del joven Leopoldo que militó después de la guerra en las Juventudes Monárquicas y en la Asociación Nacional de Propagandistas (Acción Católica). Su fervor religioso y su compromiso social le llevaron a formar parte de las partidas de la porra que trataron de boicotear, por inmoral, el estreno de la película Gilda, en la que Glenn Ford propinaba una sonora bofetada a Rita Hayworth. Presidente de Renfe y procurador en Cortes durante la dictadura, Calvo-Sotelo estaba llamado, por cuna y por formación, a ocupar mayores responsabilidades políticas en la democracia. Ministro de Comercio con el primer Gobierno del posfranquismo y de Obras Públicas después, se ocupó personalmente de la elaboración de las listas electorales de Unión de Centro Democrático para las elecciones de 1977. Tras la victoria en éstas, ocupó varias carteras de Gobierno, hasta que en 1981 sustituyó a Adolfo Suárez como presidente después de su dimisión. El azar quiso que, de nuevo, el apellido Calvo-Sotelo estuviera ligado al comienzo de un golpe de Estado, pues fue durante la votación de su investidura cuando el teniente coronel Tejero entró disparando a mansalva en el hemiciclo y el general felón Milans del Bosch declaró el estado de guerra en Valencia.
Leopoldo Calvo-Sotelo encarnó esa derecha capaz de gobernar desde la conciliación
Una biografía así podría llevar a la suposición de que Calvo-Sotelo era un agitador o un activista, pero nada más lejos de esa realidad. Fue un hombre de talante moderado y buenas maneras, educado desde la infancia para el ejercicio del poder, una persona culta y un conversador ameno, con un sentido del humor muy a la gallega. Alguien a quien Mariano Rajoy quizá le hubiera gustado parecerse como líder de la derecha española. No fue un hombre de Estado, en el cabal sentido de la palabra, pero sí un político capaz que decidió la entrada de España en la OTAN y trabajó tenazmente por la incorporación de nuestro país a las Comunidades Europeas. Durante su breve mandato, de apenas dos años, tuvo que enfrentar además la nada fácil papeleta de llevar a cabo el juicio contra los militares golpistas del 23-F, tarea en la que contó con la inestimable ayuda del ministro Alberto Oliart y del general Alonso Manglano. Todas esas tareas las llevó a cabo con pulcritud y eficacia. Sin embargo, su encarnadura intelectual y su condición de ingeniero no le facilitaron el desempeño en los aspectos teatrales de la política.Hubiera podido lanzarse por el tobogán del populismo, como hicieron algunos de sus sucesores, pero no lo hizo y en 1982 protagonizó una de las más estrepitosas derrotas electorales que haya podido experimentar un partido en el Gobierno.
Virtuoso del piano, experto en economía, persona de erudición considerable y gran lector, Calvo-Sotelo no fue sin embargo hombre de escritura. Pese a ello, ya casi vencido el siglo XX, se empeñó en ser elegido para la Real Academia Española. Recabó los auxilios de sus pares en la presidencia del Gobierno, y tanto Felipe González como José María Aznar firmaron cartas de recomendación al respecto. Fue en este trance cuando recuperé una relación con él que había decaído después de su abandono del poder. El hecho me deparó un par de sorpresas: la primera, las malas relaciones que durante su etapa de Gobierno había mantenido conmigo, aun sin yo ser muy consciente de ello. La segunda, su capacidad de criterio en el análisis de la realidad, que yo había puesto recurrentemente en duda durante su desempeño como gobernante. Sobre las tensiones que mantuvimos, yo sabía que había solicitado a Jesús Polanco, reiterada e inútilmente, mi destitución como director de EL PAÍS. Pero nunca imaginé, hasta que él mismo me lo contó años más tarde, hasta qué punto ésa que yo consideraba una simple anécdota constituía una carga en su ánimo, llegando a crearle incluso una especie de sentimiento de culpa que él mismo trató de explicarme. En cuanto a su lucidez de análisis, se me hizo patente en los comentarios sobre el devenir de la derecha aznarista, sobre la que era capaz de opinar sin tapujos, al tiempo que mantuvo siempre una actitud de respeto impoluto hacia su sucesor al frente de la derecha española.
Guardo en mi biblioteca la parva obra de Leopoldo Calvo-Sotelo. En su Memoria viva de la transición, la dedicatoria dirigida a mí añade: "... con quien tengo pendiente una pelea a soneto limpio". Él conocía nuestra común manía de garrapatear ripios jocosos, y hasta era autor de uno que circuló por los corrillos madrileños y que versaba más o menos así: "Qué dilema en el que están, / y qué triste situación, / quienes huyendo de Ansón / van a parar en Cebrián". Lamento que se haya marchado para siempre sin que nuestro certamen literario haya tenido lugar. Los papeles de un cesante me los envió "con afecto antiguo y gratitud reciente". Ésta hacía referencia a los muchos encuentros que mantuvimos para preparar su nonata candidatura a la RAE. "¡Quién me iba a decir a mí -comentaba- que al final serías precisamente tú mi principal aliado!". Los hechos demuestran que le serví de muy poco. En ese mismo libro, que publicó como prólogo obligado para intentar el ingreso en la Academia, acusado como estaba de no tener obra, expresa su opinión sobre las relaciones entre políticos y periodistas: "Son, si no enemigos, sí adversarios". Para añadir: "El político que tiene relaciones demasiado buenas con los periodistas no es un buen político". Parece evidente que él soportó mal las críticas de la prensa y que tomó alguna iniciativa para evitarlas. Pero ni por manera de ser ni por convicción hubiera sido capaz de desatar la caza de brujas contra los disidentes, ni el clientelismo descarado con los amigos, a los que se vieron tentados algunos de sus sucesores. Ambas actitudes han distinguido el comportamiento, en el poder y en la oposición, de muchos dirigentes de Alianza Popular, y no me tomaré más tiempo en demostrarlo. Por eso creo que merece la pena recapacitar sobre las lecciones que el paso de Calvo-Sotelo por la política nos depara. La primera, que hay una derecha española capaz de gobernar desde la conciliación y contra el odio. La segunda, que el liderazgo político no se enseña en las aulas ni se aprende en los libros, no es fruto necesario ni de la inteligencia ni de la cultura, y no puede ser reemplazado por unas oposiciones a un cuerpo técnico del Estado. Por último, que la condición de español nos lleva irremediablemente a estar rodeados por todas partes de meapilas y rojos, de liberales y socialdemócratas, de comunistas y demócratas cristianos, y que todos caben en nuestra memoria común y en nuestro futuro posible.
Se nos va un político conservador en las ideas y liberal en las formas, que defendió el respeto y la tolerancia como normas obligadas de comportamiento. Las dos Españas, que él vivió en carne y hueso, le deben gratitud.
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