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Reportaje:La batuta de un gran músico

"Me llamo Claudio, no maestro"

El legendario Abbado planea grandes proyectos con sus orquestas en España

Jesús Ruiz Mantilla

En las dos vidas de Claudio Abbado han existido pasiones contrapuestas en términos biológicos. No es que él, todo un amante de la botánica y las plantas, quisiera llevarle la contraria a la madre naturaleza. Pero lo cierto es que cuando era un joven aspirante a director, revolucionario y contestatario, dispuesto para cambiar el mundo y con dotes excepcionales para la música, vivía seducido por la maestría de los más viejos. Espiaba siempre que podía, colándose furtivamente en los ensayos, a Toscanini, "que insultaba a los músicos", comenta; a Bruno Walter, "que despedía una calma seráfica"; o a Wilhelm Furtwängler, "que no hablaba casi pero que fue de quien más aprendí", asegura en declaraciones a EL PAÍS.

"Lo mejor en el caso de 'Fidelio' es abordarlo sin prisa, con humildad"
"Schubert refleja como nadie la tristeza interior. Me resulta un misterio"
"Me refugio entre las flores después del trabajo para pensar en la música"
"Karajan me trató con respeto, fue muy gentil y un gran músico"
"Mi trabajo en Venezuela y Cuba es una cuestión cultural"
"Los músicos, sobre todo los jóvenes, deben aprender a escucharse entre sí"
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La pasión del interior derecha

Ahora que ya ha trotado suficiente, que incluso ha resucitado después de un cáncer que le mantuvo al borde del precipicio; ahora a sus 75 años, en una segunda etapa plena de su vida, vuelve a disfrutar con su trabajo, sobre todo entre los jóvenes. Así lo ha demostrado esta semana en Madrid, donde ha triunfado dirigiendo Fidelio, de Beethoven, en el Teatro Real y un último concierto ayer junto a la Mahler Chamber Orchestra, poblada de talento fresco y explosivo.

Hubo un tiempo traumático y doloroso en el que esos dos caminos se le atravesaron frente a un abismo como el de la muerte. Pero Abbado venció al destino. Nadie creyó que lo contara, más después de haberle escuchado despedirse con un estremecedor Requiem de Verdi en la Pascua de Salzburgo en 2002. Aun así, se produjo el milagro. Se curó de una enfermedad que le dejó consumido y exhausto, con algunas operaciones quirúrgicas extremas que ahora le obligan a guardar un estricto régimen vital y alimenticio.

Pero quien tuviera la oportunidad de escuchar estos días la energía que exprimía de sus músicos, con un sonido afilado, agudísimo y certero, ha podido comprobar que este músico milanés que ya es leyenda, el líder de una generación que dio un nuevo y sano aire a la dirección de orquesta, se ha convertido en una fuerza renovada de la naturaleza. "Me he encontrado muy bien, muy a gusto en Madrid. Éste es un teatro muy profesional y hemos pensado ya grandes proyectos para el futuro. Estamos planeando cosas maravillosas", asegura Abbado, con los ojos encendidos por la ilusión.

Son proyectos de calado, que no únicamente se ciñen a contratos esporádicos por alguna ópera o algunos conciertos. Él lo explica. "Quiero que se desarrollen en Madrid y en Sevilla. Serán las dos ciudades donde la Joven Orquesta Mahler y la Joven Orquesta Mozart harán residencias cada año", asegura. Es decir, un proyecto continuado y comprometido de formación de nuevos músicos equivalente al que Abbado mismo tiene en Lucerna (Suiza). O algo parecido al que realiza junto a José Antonio Abreu en el sistema de orquestas de Venezuela, con el que lleva algunos años de colaboración intensa.

Se encargará de trabajar a fondo con ellos, de ensayar minuciosamente y luego mostrar los resultados en público, con actuaciones. "Me interesa organizar el trabajo como si se tratara de grupos de cámara. Los músicos, sobre todo los más jóvenes, deben aprender a escucharse entre sí, su trabajo debe ser un diálogo". No en vano, él que es un gran admirador de Elías Canetti, recuerda al escritor de raíces sefardíes para llamar la atención sobre lo importante que es la escucha. "Canetti dijo una vez: 'He encontrado alguien que me ha escuchado y me he emocionado".

El propio Abbado no es hombre de palabrería, ni de grandes declaraciones. Sus respuestas son cortas y declina hablar en público. No ha querido hacer ni ruedas de prensa ni anuncios grandilocuentes de futuros proyectos. Es un tímido amable, a quien le gusta sonreír a menudo, observar, mirar, navegar en su barco por Cerdeña y perderse entre las plantas de su huerto en el retiro de su isla: "Me relaja. Cuando trabajo o estudio demasiado en casa, me refugio después entre mis flores para pensar en la música".

En sus días por Madrid ha paseado por el Jardín Botánico. Pero también se ha rendido ante Goya: "Las pinturas negras, los caprichos, los desastres de la guerra, me han conmocionado", afirma. En el pintor aragonés, en quien ha descubierto una cara violenta y escalofriante alejada de sus retratos más amables, ha encontrado un gran complemento a su ciclo dedicado a Beethoven, con el Fidelio como mayor atractivo. Una ópera con referencias españolas que explora a fondo el anhelo de libertad. Él no la había interpretado nunca, pero deseaba hacerla desde siempre. "Como Boris Godunov o Tristán e Isolda, son obras que me han fascinado continuamente. Lo mejor en el caso de Fidelio es abordarlo sin prisa, con humildad, modestamente. Así descubres que es una partitura revolucionaria, moderna, la primera gran ópera dramática después de las aportaciones de Mozart y Haydn".

Según Abbado, Schubert adoraba Fidelio. A él le ocurre lo mismo con ese mismo compositor, extremadamente sensible, a quien cree que se le ha despreciado un poco. "Schubert refleja como nadie la tristeza interior. Siempre me han interesado mucho los compositores que mueren jóvenes, como él o como Mozart y Pergolesi. Nos dieron tantas lecciones y tan maduras antes de irse a la tumba que me resulta misterioso. No sé de dónde les llegaba tanto poder creativo. El grado de sabiduría musical y la profundidad que consiguen no es corriente, es excepcional".

Su pelea con la muerte le hizo ser consciente de que le convenía cambiar de vida. A seguir haciendo música intensamente no quiso renunciar. Pero sí a hacerlo de otra manera. Alejado de los grandes escenarios en los que Abbado siempre triunfó. Regresó escéptico frente a la gloria. Más dispuesto a arrimar el hombro en la formación de futuras generaciones y lejos de las tentaciones suculentas, ha decidido hacer sólo lo que le place. Dedicarse al trabajo en lugares pequeños donde es más necesario el compromiso que los altos cachés. "Al fin y al cabo, no es nuevo. Siempre he hecho lo que he querido hacer", aclara.

Pero la presión era distinta. Atrás quedaron sus años en la Scala de Milán o en la Ópera de Viena y sobre todo en la Filarmónica de Berlín, donde sustituyó a Herbert von Karajan entre 1989 y 2002. Para los músicos, aquello fue cambiar de la noche al día. Regresar de una era dictatorial donde lo único que importaba era el culto a la personalidad del director a una relación abierta y participativa con otro personaje radicalmente distinto. "A mí Karajan me trató siempre con mucho respeto, fue muy gentil y era un gran músico, sobre todo con compositores como Richard Strauss", recuerda.

Pero los miembros de la orquesta sí que notaron el cambio. "Mi puerta estaba siempre abierta y se sorprendían cuando les decía: 'No me llamo maestro, me llamo Claudio". Fue seduciéndoles con un método infalible. "Alenté que las grandes decisiones salieran de ellos, yo no les impuse nada, aunque también es verdad que no acordaban nada que a mí me desagradara", dice, con cierta sorna misteriosa.

Así se obró toda una revolución en la orquesta más prestigiosa del mundo. Con una nueva y desconocida diplomacia. Justo lo que no ocurría en el podio que Abbado dejó para irse a Berlín. La Scala pasó a tiempos más rígidos con quien le sustituyó: Riccardo Muti. Éste impuso un régimen de hierro, a la antigua usanza, en el teatro milanés que acabó pagando con los años, enfrentado él solo con toda la orquesta. Su rivalidad ha sido una de esas historias azuzada constantemente entre el público y los medios italianos. "Cosas de la prensa", dice Abbado. Pero lo sorprendente ahora es lo anunciado hace apenas un mes en el diario La Repubblica. Una paz más que constructiva y una futura colaboración entre las orquestas que dirigen hoy ambos.

Abbado quita hierro al asunto. Su elegancia milanesa hace que jamás salga de su boca un ataque contra sus colegas. "Riccardo y yo siempre hemos tenido una buena relación. Ahora vamos a colaborar. Nos juntaremos la Orquesta Mozart con su Orquesta Cherubini para hacer el Te deum de Berlioz en Bolonia", anuncia el músico.

Precisamente Bolonia es una de las ciudades donde tiene sede y residencia su Orquesta Mozart. El director pretende crear un triángulo entre la ciudad italiana con Madrid y Sevilla, construir un gran puente entre las tres sedes. La obsesión de Abbado con la capital andaluza es ancestral. "Mis antepasados eran árabes andaluces que se encargaron de la construcción de los Alcázares. Siempre me ha fascinado esa ciudad". No cree en la reencarnación, pero sí en ciertas conexiones profundas con el pasado, aunque sean remotas: "Hay un fluido, una llamada que me conecta con todo aquello". Las huellas que han dejado en él sus antepasados son profundas. De su abuelo materno recuerda la iluminación intelectual. "Era un profesor de Derecho Romano fascinante, traductor de lenguas antiguas también. Llegó a traducir el Evangelio por sí mismo y encontró en las fuentes más directas cosas que no se habían dicho nunca".

Junto a su padre, también músico, con quien estudió piano lo mismo que hizo con Carlo Maria Giulini, recorrió Europa como los cómicos de la legua. Incluso la España franquista, con unos retrasos en los trenes proverbiales. "¡De 24 horas!", recuerda. "Pero veo ahora este país, en plena democracia, con Zapatero, y me parece admirable. Mientras en Italia nos tiramos los trastos a la cabeza, aquí crecen".

No es sólo en Europa donde la música de Abbado forja su compromiso. En Italia, además de Bolonia, prepara óperas en Reggio Emilia y aborda la música antigua y barroca con el Festival Gesualdo: "Lleva el nombre de un compositor que fue un claro antecedente de todo lo que supuso Monteverdi en la ópera". En Suiza, cada verano, acude al Festival de Lucerna, donde se hace cargo de la orquesta y se centra muchísimo en su pasión por Mahler. Pero es en Venezuela donde Abbado desarrolla una labor apasionada con el proyecto de Abreu. "Ese hombre es un santo. Lo que ha conseguido no es normal". De la dedicación y la lucha de este músico venezolano ha prendido una de las experiencias más fascinantes en la música universal de los últimos 30 años. Un sistema de orquestas infantiles y con jóvenes de familias humildes a la que hay apuntados 280.000 estudiantes. "Aquello es un oasis, un paraíso. Es único. Tenemos mucho que aprender de ellos, nos han dado una lección para la educación musical".

Se conocieron en Cuba, donde Abbado también ha ido a dirigir a músicos jóvenes. Su compromiso con la izquierda ha sido siempre inequívoco en los gestos, desde que en los años sesenta se dedicara a dar conciertos en barrios obreros y en fábricas con el gran pianista Maurizio Pollini. Pero no le gusta mezclar la política con la música. "Para mí, hacer mi trabajo en lugares como Venezuela o Cuba es una cuestión cultural, no tiene que ver con nada más", comenta. En su caso sobran las palabras. Sabe como nadie que la música se basta por sí misma como un arma cargada y afilada para cambiar conciencias.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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