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La batuta de un gran músico

La pasión del interior derecha

En ningún campo de fútbol habría conseguido Claudio Abbado ovaciones como las que ha arrancado esta semana al público de Madrid. Sus salidas al podio ya eran vitoreadas, pero tras los finales del Fidelio que ha dirigido dos veces en el Teatro Real, debía esperar a que se calmara una jauría de aplausos de entre 15 y 20 minutos.

Ya le hubiese gustado a cualquier interior derecha -el puesto en el que jugaba él con los amigos en Milán- un ánimo similar. Pero el entusiasmo que él logra en los podios, la conexión con los públicos, tiene una explicación: su poder proverbial para comunicar la música. Su timidez lo hace también frágil, vulnerable, muy auténtico. El público lo nota y se rinde más al vitoreo.

Si algo encarna Claudio Abbado como exponente de una generación crucial en la dirección de orquesta, es un proverbial eclecticismo. Entre los grandes de su edad están también dos activos maestros con sede en España, Lorin Maazel y Zubin Mehta, encargados de la orquesta de Valencia. Pero es él más que ningún otro quien ha sido capaz de conseguir un dominio amplio y de gran calidad sobre los repertorios.

Abanico italiano

En su etapa de la Scala de Milán (entre 1967 y 1986) dominó todo el abanico italiano de la ópera, pero abrió el teatro a sus contemporáneos, a Luciano Berio, a Luigi Nono o a Stockhausen... La ópera alemana fue capítulo aparte en su etapa de Viena (1986-1991), pero también el gran repertorio ruso o el descubrimiento de otras piezas olvidadas como Fierabrás, de Schubert.

Venía, ante todo, del mundo operístico, aunque también se hizo cargo durante años de la Sinfónica de Londres (1979- 1987). Por eso la decisión de los músicos de la Filarmónica de Berlín -guardiana de las esencias del gran repertorio sinfónico alemán- para que sustituyera a Von Karajan tenía mucho riesgo. Pero acertaron, porque Abbado adecuó a los nuevos tiempos el liderazgo mundial de la orquesta entre 1989 y 2002.

Otra de sus grandes pasiones ha sido Gustav Mahler. No fue casual que la reaparición tras su enfermedad la hiciera con el genio austriaco en Lucerna. Fue con una orquesta proverbial, montada por él, en la que mezclaba a maestros consagrados con músicos jóvenes en los atriles. Ahora, bien en Venezuela con la Simón Bolívar, o en cualquier otra parte con la Mahler Chamber o la Mozart Chamber, desmenuza cualquier parte del repertorio universal y cumple con creces la máxima de los grandes: jamás deja indiferente.

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