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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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El (último) canon de Nueva York

Manuel Rodríguez Rivero

Los libros sobre libros que tratan de Nueva York constituyen un cada vez más copioso subgénero en la sección de viajes de cualquier gran librería neoyorquina. La bibliografía es ingente: proporcionada a la enormidad de una metrópoli que no ha cesado de cambiar ni un instante desde que el holandés Peter Minuit compró (1626) a los indios lenape las cenagosas tierras sobre las que se construiría y crecería a velocidad de vértigo. A finales del siguiente siglo, la ciudad era ya la más populosa de todas las norteamericanas, además de la capital financiera y cultural de un país que acaba de convertirse en nación pero al que aún le faltaba mucho para sentirse completo.

Acerca de Nueva York han dejado abundante letra impresa todos los escritores que por allí han pasado, quizás porque, desde muy pronto, ese "logaritmo de todas las ciudades", en palabras del poeta John Ashbery, se consensuó universalmente como metonimia de un futuro imaginable. La capital insomne que cantaron Lorca y Sinatra, la ciudad siempre nueva ("Oh, qué cielo más nuevo, qué alegría", exclamaba el Juan Ramón reciencasado), la urbe "sobrecargada de electricidad" de Paul Morand (quizás uno de los forasteros que mejor supo comprenderla), la "ciudad automática" de Julio Camba, ha cambiado tantas veces y tan rápidamente que se ha permitido ofrecer un skyline diferente a cada generación, como atestigua cualquier colección de postales iniciada a finales del siglo XIX, cuando el correo estadounidense empezó a distribuir masivamente ese sencillo invento diseñado para que el viajero enviara saludos y notas breves desde lejos, y que los móviles y el correo electrónico están reduciendo a la categoría de arqueología iconográfica.

La vista de Manhattan, contemplada desde la cubierta de los buques que los acercaban a un nuevo mundo y a una nueva vida, se grabó para siempre en la memoria de los millares de emigrantes que se concentraban en Ellis Island como última (y obligada) etapa antes de pisar tierra prometida. Pero aquella imagen que permanecería para siempre en la memoria del sujeto, sólo lo hacía un instante en la fascinante competición por tocar el cielo en que estaba empeñada la ciudad: primero el edificio Singer, luego el Woolworth, más tarde el Chrysler, sustituido rápidamente por el Empire State. Incluso cuando parecía que Manhattan había encontrado su logo más o menos definitivo con las Torres (1973) de Minoru Yamasaki, el ataque del 11 de septiembre, con los dos aviones penetrando en sendos rascacielos con la facilidad de un cuchillo en un bloque de mantequilla, marcó el inicio de un nuevo ciclo, subrayando esa permanente provisionalidad que es la característica esencial de su paisaje.

Nueva York, la ciudad más representada y, por tanto, la más conocida por más habitantes de este planeta (incluso por quienes nunca han puesto sus pies en ella), ha ido construyendo su propio canon, tan variable como su skyline. Ahora, la revista New York, fundada en 1968 como pariente de "cejas bajas" de la canónica The New Yorker (1926), celebra su 40º aniversario con una propuesta de canon (merece la pena consultarlo en www.nymag.com) en la que establece las que considera referencias inexcusables de esas cuatro últimas décadas de lo que podríamos llamar el "siglo de Nueva York": los hitos significativos que, desde la arquitectura, el cine o la literatura, hasta el arte, la danza o la música, más han contribuido a fijar en el imaginario colectivo (local y global) la noción contemporánea de Nueva York. Discutible y polémica, como todas las listas, pero también sugerente: al fin y al cabo, de esos elementos tan heteróclitos y dispares está hecha la materia sobre la que cada uno elabora su imagen de esa ciudad-idea que reúne en sí todas las otras.

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