El capricho y la osadía
La esencia del poder es la arbitrariedad. ¿Quién temería a un gobernante que promocionara siempre a los mejores, que actuara con tal racionalidad que sus pasos fueran perfectamente previsibles, que se guardara los sentimientos y los caprichos para la alcoba, sin que trascendieran nunca a la escena pública, que fuera tan escrupuloso y recto en la aplicación de las leyes que no hubiera espacio siquiera para contestar sus decisiones? Nadie. Desde el Libro de Job —probablemente el mejor tratado sobre el poder que se ha escrito nunca— sabemos a qué atenernos. El poderoso funda su poder en la arbitrariedad. Toda formación de gobierno es un ejercicio de poder. Y, por tanto, viene repleta de caprichos. También de osadía. La confluencia de su ya proverbial optimismo —o confianza en que el destino está de su parte (siempre hay algo de fatalismo en la cultura del poder)— y su percepción de que ha alcanzado una posición de dominio mayor que nunca sobre el país y sobre su partido, le han llevado a tomar riesgos muy interesantes.
Los nombramientos reflejan el control que Zapatero tiene sobre el partido
Una de las expresiones más comunes de la arbitrariedad del gobernante es colocar a dos personas con opiniones divergentes al frente de competencias fronterizas. Es un clásico, que se atribuye a la paranoia que genera el poder: el temor a que un ministro acumule demasiado poder o adquiera excesiva protagonismo. Sin poner en duda la capacidad de Miguel Sebastián, su nombramiento es un capricho del presidente por varias razones. Porque supone un cierto desprecio a la opinión ciudadana: le nombró después de haber sufrido una derrota electoral estrepitosa, de la que todo hay que decirlo el presidente es el primer responsable. Porque emite una idea peligrosa: que hay un responsable de la economía para la crisis presente y otro para el futuro, con lo cual debilita al vicepresidente Solbes, cuya intervención en la campaña electoral en el debate con Pizarro —por mucho que le moleste a Zapatero compartir el estrellato— fue decisiva.
También forma parte de la arbitrariedad del poder el mantenimiento en su puesto de Magdalena Álvarez, aún dando por descontadas las presiones del Gobierno andaluz. Mantener a una ministra reprobada parlamentariamente es una sobreactuación innecesaria del presidente: aquí mando yo. Y es también un olvido de una dimensión importante de la función del Gobierno, que no por atávica, sigue siendo útil para los equilibrios sociales: el chivo expiatorio. Más allá de la responsabilidad concreta que un ministro tenga, cuando ocurre un desatino como el de las cercanías de Barcelona —que es éste el problema y no el AVE y que puede volver a estallar en cualquier momento— es a veces necesario entregar una renuncia como compensación simbólica a la sociedad que ha sufrido el desastre.
De la arbitrariedad a la osadía. La doble osadía de Zapatero en la formación de este Gabinete me parece elogiable: nombrar a Carme Chacón, ministra de Defensa, y configurar un Gobierno renovado con más independientes que militantes socialistas, muchas mujeres y una media de edad baja. No sé si era un efecto buscado por Zapatero, pero el nombramiento de Chacón ha dado la oportunidad a que un sector de la derecha mediática y política se retratara, exhibiendo descaradamente lo reaccionaria que llega a ser. Convertir el nombramiento de una mujer embarazada y catalana en una ofensa al Ejército y en motivo de mil chascarrillos demuestra que en la derecha hay mucha ideología obsoleta por reciclar.
La formación de un Gabinete tan independiente del partido ha sido posible por el control que Zapatero tiene sobre el PSOE. Si Zapatero no tuviese el partido en un puño no se podría haber permitido formar un Gobierno tan poco respetuoso con las cuotas de la familia socialista. De hecho, Felipe González, que no controlaba el partido, no tuvo este margen de autonomía. Las dos veces que intentó salirse del guión —con Garzón y con Semprún— el conflicto le estalló en las manos. Pero no es sólo una exhibición de poder, es una manera de entender el papel de los partidos. Zapatero piensa que el régimen español es muy presidencialista y que los ministros sólo están para dar gusto al presidente, con lo cual busca gente de su estricta confianza y no de la del partido. Y Zapatero ve, en la sociedad mediática, la conveniencia de distanciar el Gobierno de una institución, el partido, que los ciudadanos ven obsoleta y a la que atribuyen casi todos los males de la política. Al mismo tiempo, el presidente pone en duda que, en la sociedad actual, el partido sea la mejor vía para la selección de los cuadros dirigentes del país. De tapadillo, Zapatero ha emprendido una reforma de la forma partido. ¿Hasta dónde la llevará?
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