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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Insultar a resguardo

Javier Marías

Hace tres domingos publiqué aquí un artículo titulado "Lo que no se hace", y no me cupo o se me olvidó incluir una de las cosas que más se hacen y se han hecho siempre, quiero decir una de las más detestables y despreciables. Hay una imagen clásica de eso, sobre la que mi antiguo vecino de página en otro dominical, Arturo Pérez-Reverte, escribió una columna entera hace años: si no recuerdo mal, es una fotografía francesa de 1945, en la que se ve a una mujer (que evidentemente había sido colaboracionista con los nazis, o acaso se había limitado a sobrevivir durante la ocupación de éstos convirtiéndose en amante de uno de ellos), en medio de una masa que la increpa y escarnece. La mujer lleva la cabeza rapada y las ropas desgarradas -era el primer castigo contra las que habían confraternizado con el invasor, lo hemos visto también en películas-, y hay que fijarse en las expresiones de los "virtuosos" para hacerse una idea de lo ruin y cruel que puede ser cualquier vecino cuando se siente ya a salvo, tiene ganas de revancha y se ve amparado por una masa. No encuentro ahora la célebre foto y hablo de memoria, pero, si no me equivoco, entre la cuarentena de rostros que rodean a la mujer rapada, no hay uno solo que trasluzca un poco de piedad o conmiseración, o de vergüenza por lo que está pasando en su ciudad o pueblo, ni siquiera de reparo. Todos están disfrutando con el amago de linchamiento, todos dispuestos a hacer leña del árbol caído, es decir, de la persona ya vencida, indefensa y cautiva.

En cualquier situación de esta índole, incluso en las meramente verbales, me he sentido tremendamente incómodo. Sentado en grupo en torno a una mesa, más de una vez he oído cómo entre todos los presentes se ponía a alguien a caldo. Y aunque yo pudiera estar de acuerdo en lo que se decía, aunque tuviera una pésima opinión de la persona criticada y se tratase de alguien a quien -a solas- le habría negado hasta el saludo, el mero hecho de oír a muchos despellejándolo a coro me ha impulsado a levantarme y largarme, para no participar ni como escucha en el general zarandeo del ausente o caído en desgracia. Uno de los factores más desagradables en esta clase de situaciones es el enardecimiento recíproco: un lenguaraz alienta a otro y dos a casi todos, y así se van jaleando entre sí hasta dejar al objeto de su irrisión o su ira convertido en una piltrafa. (Y en toda unanimidad hay algo de degradante.) Hoy, como todos sabemos, este tipo de cobardes despellejamientos en grupo es uno de los principales espectáculos televisivos de España.

No es, por tanto, de extrañar que la misma actitud abunde en cuanto se da pretexto para ella, sólo que en ocasiones más graves y peligrosas. Hace poco los vecinos del barrio de Huelva en que vivía esa pobre niña, Mari Luz, al parecer muerta a manos de un pederasta, intentaron palizar a dos hermanos de éste a los que vieron por la calle. Gente virtuosa, sin duda, que sin embargo ni siquiera conoce ni aplica la famosa cita del Génesis, "¿Acaso soy el guardián de mi hermano?", esto es, nadie es culpable más que de lo que hace uno mismo: ni el hijo de los crímenes del padre ni el padre de los del hijo, y así siempre. Esos vecinos también tiraron piedras y quisieron agredir al detenido, y lo cierto es que esta escena nunca falla en España: en cuanto un delincuente está esposado, y no puede ya defenderse ni ser una amenaza ni causar daño, entonces -ah, pero sólo entonces- se congregan los "buenos ciudadanos" para dar rienda suelta a su indignación exhibicionista, ya que las más de las veces se la dedican a las omnipresentes cámaras, o al menos a sus paisanos. Hay en esos insultos que se oyen a las puertas de las comisarías y de los juzgados grandes dosis de teatro: que se vea lo rectos que somos, parecen estar proclamando esos individuos invariablemente torcidos y sumamente cobardes.

Son los mismos sujetos que, tras la derrota de su equipo de fútbol, acuden al entrenamiento del día siguiente y, a sabiendas de que ni el entrenador ni los jugadores van a enfrentárseles, y rara vez a responderles, se dedican a llamarlos sinvergüenzas, vendidos y a cagarse en sus muertos, desde detrás de una verja que en apariencia protege a los sufridos futbolistas, pero que también los protege a ellos. Como parte de la Educación para la Ciudadanía dichosa, en todos los colegios debería proyectarse la película Furia, de Fritz Lang y con Spencer Tracy, que no ha envejecido nada desde 1936 y que muestra lo que es el linchamiento de un mero acusado y sus consecuencias. También son esos individuos los que, ocultos entre el gentío, gritan barbaridades, en los estadios y en las plazas, a los jugadores negros, y a los árbitros, y a los toreros, que nunca se atreverían a soltarles cara a cara, dos personas solas en una calle. Y son los que hacen lo mismo en muchas manifestaciones, envalentonados, pendencieros cuando no hay riesgo, desvergonzados cuando nadie repara en ellos, o sólo el que tienen al lado comportándose como otro cabestro. Uno de los mitos más extendidos aquí es que los españoles son valientes y nobles. Tal vez fuera así hace dos o cuatro siglos. Ahora, al ver la frecuencia de estas conductas, de este insultar "a resguardo", la impresión que a mí me queda es que nos hemos convertido más bien en un hatajo de innobles cobardes.

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