Exigencias de la democracia
En los años heroicos y belicosos a comienzos del pasado siglo, se lanzó en Irlanda la consigna: "¿Qué puedes hacer por tu patria?". Cáustico y provocativo, el joven James Joyce declaró entonces: "No pienso hacer nada por mi patria, pero no me importaría que mi patria hiciese algo por mí". Varias décadas y un par de guerras mundiales después, el filósofo de la política Norberto Bobbio habló -con cierta amargura pero no con derrotismo- de "las promesas no mantenidas de la democracia". Recientemente le ha respondido Gustavo Zagrebelsky, que fue presidente de la Corte Constitucional de Italia y es catedrático de Derecho en la Universidad de Turín, en un libro titulado Contro l'etica della verità (editorial Laterza, 2008): "La democracia no promete nada a nadie, pero nos reclama mucho a todos". Es decir: la retórica patriotera, que en último término sacrifica el individuo a entidades abstractas y huecamente sublimes (el pueblo, la tierra, la sangre...), merece el escepticismo de quien se niega a ser arrastrado por ese turbio juego; pero cuando se trata de la institución de la libertad y la igualdad política, la protesta ante el mundo injusto no puede consistir en deplorar lo que no se nos ha dado, sino en plantearnos lo que aún no nos hemos decidido a hacer.
No es lo mismo tener un espíritu amplio que una mente vacía
Una de esas cosas que la democracia pide de nosotros es precisamente enterarnos de en qué consiste la democracia misma: es decir, cuáles son sus modos, sus garantías y las posibilidades que brinda al ciudadano. Qué valores la sustentan y qué ideologías se oponen intrínsecamente a su funcionamiento. Por supuesto estas preguntas no admiten como respuesta dogmas teológicos ni certidumbres verificables semejantes a las adquiridas por medio de las ciencias experimentales, pero tampoco dependen de la opinión asilvestrada de cada cual. Como bien dijo Bertrand Russell, no es lo mismo tener un espíritu amplio que una mente vacía. Precisamente en el libro antes citado, Zagrebelsky distingue -frente a la ética de la verdad absoluta, siempre de raigambre teológica- entre el escepticismo multicultural que cree que cada cual tiene su propia creencia idiosincrásica y todas valen lo mismo y la ética de la duda: el que duda cree en la verdad, la busca, la propone tentativamente, aunque no supone ser su dueño exclusivo y permanece abierto a modificar su planteamiento cuando haya razones mejores para ello.
Precisamente ésta es la aspiración legítima de la asignatura de Educación para la Ciudadanía, vergonzosamente desacreditada desde sus mismos inicios por una campaña obtusa y mendaz que lleva en su origen el sello inequívoco de la propaganda clerical aceptada acríticamente por personas de sorprendida buena fe y oportunistas políticos. Y no se puede decir que no existan ya libros que sitúan esta aspiración a formar intelectualmente ciudadanos en sus precisas coordenadas, al menos como obras de consulta para los profesores. Acaba de aparecer otro excelente, El saber del ciudadano. Las nociones capitales de la democracia (editorial Alianza), escrito por un notable plantel de especialistas bajo la dirección de Aurelio Arteta. No sólo responde al programa esencial de la controvertida materia académica, sino que puede servir como inspiración reflexiva para cualquier ciudadano, no importa de qué edad, que desee completar su información sobre cuestiones de las que depende y sobre todo va a depender en el inmediato futuro la armonía de nuestra convivencia.
En efecto, una de las fisuras polémicas por las que ha sido atacada la Educación para la Ciudadanía es la proliferación de libros de texto de todo tipo y condición, muchos de ellos con planteamientos realmente peregrinos que se prestan a la escandalizada caricatura (por no hablar de las iniciativas grotescas como la de la Comunidad Valenciana, que para sabotear la asignatura ha decidido darla en inglés... Por lo visto, no quiere más ciudadanía que la de la Commonwealth). Hubiera sido bueno que -en éste y en otros casos similares- el Ministerio de Educación, en vez de hacer dejación de sus funciones orientadoras asegurando que cada cual puede adaptar el temario a su sesgo ideológico -lo cual inutiliza la función armonizadora de la materia- señalara con su homologación aquellas obras que realmente responden a lo que se pretende en tal empeño formativo. Después, que cada centro elija el manual que prefiera, pero por lo menos quienes de verdad tienen interés sincero en responder a lo que la democracia pide de nosotros, los educadores, sabrían mejor a que atenerse.
Babelia
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