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Reportaje:CINE

Tal como éramos (antes de triunfar)

Ángel S. Harguindey

El envejecimiento juega malas pasadas, pero si, además, una buena parte de tu destino se basa en el aspecto físico, el paso del tiempo es un órdago a la grande. Hay un cierto tipo de declive, generalmente relacionado con el talento, que consolida la evolución de la belleza. También es cierto que la cirugía plástica puede hacer milagros. En este reportaje hay ejemplos de todo tipo, desde una irreconocible y pepona Michelle Pfeiffer hasta un Warren Beatty que mantuvo hasta hoy una chulería que arrancó cuando sólo era el hermano pequeño de Shirley MacLaine.

¿Qué decir de Robert Redford? La fotografía en su juventud es todo un ejemplo de los beefcake (pastel de carne), el equivalente masculino a las pin-up o cheesecake (pastel de queso): el colmo de la belleza de los cincuenta que tuvo en el dibujante Vargas a su adalid. Tupé, mirada en lontananza, camisa de gondolero: no le falta detalle. Después vendría su conciencia ecológica, la demostración de su indudable talento como actor y realizador (aquel inolvidable El río de la vida), y, probablemente, el promotor más importante del cine independiente desde su Festival de Sundance. Comenzó a trabajar en 1960 en varias series de televisión. Su padre, contable de oficio, vistos los inicios de su carrera, le preguntó: ¿Por qué no te buscas un trabajo de verdad?. Cuestión de apoyo y sensibilidad.

Ahí está también un juvenil Jack Nicholson con un sitar entre las manos. No se sabe bien a qué es debido, pero todo lo que toca Nicholson parece estar al borde de lo prohibido. Incluso un instrumento musical tan identificado con el Swinging London, Ravi Shankar, Georges Harrison, la psicodelia, la música hipnótica y el chocolate afgano, en sus manos parece un objeto inquietante, amenazador. Nicholson comenzó a finales de los años cincuenta en la factoría de Roger Corman, donde por otra parte empezó gente tan extraordinaria como Francis Ford Copola, Scorsese, Monte Hellman, Bogdanovich o Jonathan Demme. Su lanzamiento mundial vino de la mano de Hopper y su Easy Rider. Impagable en su papel de abogado borracho con casco de fútbol americano, traje blanco y padre cacique fascinado por el nuevo estilo de vida de los motoristas. Después llegó todo lo demás: desde escándalos en Hollywood con sus amigos Michael Douglas, Polanski y Robert Evans hasta ser el actor que más veces ha sido nominado a los Oscar (12 en total), haber ganado tres estatuillas y siete Globos de Oro. Es uno de los intocables.

Dennis Hopper fue siempre uno de los chicos malos de la industria. Comenzó muy joven participando en producciones televisivas tan clásicas como En los límites de la realidad y Wagon train. En 1954, con 19 años de edad, Nicholas Ray le ofreció un pequeño papel en Johnny Guitar y un año después le llamó para Rebelde sin causa. Allí conoció a James Dean. Fue el comienzo de una gran y corta amistad. Dean moriría unos meses más tarde, no sin antes volver a coincidir los dos en Gigante. El rebelde Hopper siguió su carrera, probablemente añorando a su amigo Dean, pero sin desaprovechar ninguna ocasión de reafirmar su oficio, o, dicho de otra manera, con la convicción de que actuar y dirigir es un trabajo que le permite vivir bien y, si es el caso, pagar las deudas, al margen de la calidad del proyecto. Hopper, como Huston, Fernán Gómez o De Sica, entre otros muchos, ha hecho trabajos impecables al lado de bodrios impresentables.

Jane Fonda posa en la fotografía antes de Barbarella, y Vadim, antes de Hanoi, antes de Klute, antes de El síndrome de China, antes de Ted Turner, antes del aerobic... Eran los tiempos de Descalzos por el parque (1967). Se le puede discutir todo menos el que la peluquera de turno se había ganado sobradamente el sueldo. Michelle Pfeiffer, por su parte, es la demostración de cómo se puede envejecer y ganar en el intento. Esta pepona que posa con traje de novia para Harpers Bazaar debía de estar casada en aquel tiempo con el rubio Peter Horton, un actor de la serie televisiva Treinta y tantos Años más tarde nos deslumbraría en aquella bajada de ascensor transparente en Scarface, a todos en general y al macarra Al Pacino con sus cadenas de oro en particular. Ella, él y un Cadillac amarillo con asientos forrados con piel de tigre formaron un trío espectacular. Después cantaría tumbada en un piano de cola, sería Lady Halcón, y, probablemente, nadie podrá mejorar su interpretación de la condesa Olenska en la espléndida La edad de la inocencia. Pfeiffer, como Sean Connery, por ejemplo, ganó con la edad. Algo que también le pasó a Nicole Kidman hasta que se le fue la mano con el Botox, si bien hay que decir en su descargo que convivir colateralmente durante una larga etapa con la cienciología puede desembocar en cualquier disparate.

Probablemente nadie retrató de forma tan bella a la muy atractiva Susan Sarandon como el realizador francés Louis Malle. En 1978 debuta en Estados Unidos con Pretty baby. Allí estaban la Sarandon y su hija de 12 años en la ficción, Brooke Shields, deambulando lánguidamente por un burdel de principios de siglo en Nueva Orleans. Dos años más tarde, en 1980, Malle firmaría su segunda película en Estados Unidos, la espléndida Atlantic City, con una arrebatadora Sarandon observada desde la distancia por un maduro Burt Lancaster. En una de sus secuencias todos envidiamos a un simple limón. Años después sería estandarte de la conciencia política progresista de Hollywood. El Harvey Keitel de ¿Quién golpea a mi puerta? o Malas calles, las dos de Scorsese, ha mantenido el tipo desde hace 40 años. Es, probablemente, el actor con el currículo de duro más amplio y brillante desde Bogart. Inolvidable en sus interpretaciones de Bad lieutenant, Reservoir dogs o el extraordinario señor Lobo de Pulp Fiction. En su larga carrera, y con su constante apoyo a los realizadores jóvenes e independientes, Keitel es el equivalente a Redford. Uno, ecológico y biempensante; el otro, callejero y desgarrado, pero en todo caso, indispensables.

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